Detenido frente a aquel enigmático lugar, miré desesperado mi teléfono que se negaba obstinadamente a captar señal alguna. La pantalla, tan inútil como un espejo negro, reflejaba mi rostro cansado y la creciente oscuridad. El reloj marcaba las seis y media, mientras el crepúsculo teñía el cielo de tonos rojizos y violáceos.
—No llegaré a ningún lado con este cansancio —me dije, frotándome los ojos irritados—. Solo lograré perderme más en este maldito laberinto de carreteras secundarias.
Fue entonces cuando examiné detenidamente el motel. El edificio parecía sacado directamente de una película de terror de serie B. La fachada desvencijada, las ventanas oscuras como ojos vacíos, y el letrero oxidado que chirriaba con la brisa, creaban una atmósfera de inquietud que me revolvió el estómago.
Un letrero de neón parpadeante rezaba "Motel La última parada". El jardín delantero estaba decorado con lápidas falsas, esqueletos sonrientes y calabazas talladas con expresiones grotescas. Las telarañas que cubrían los arbustos no parecían de plástico, y juraría que vi algo moverse entre las sombras del porche.
"Vaya", pensé, intentando calmar mis nervios, "se nota que el dueño ha puesto un esmero especial en convertirlo en algo terrorífico por las fiestas de Halloween". Sin embargo, una vocecita en el fondo de mi mente susurraba que quizás, no todo era decoración festiva.
El edificio que se alzaba ante mí era una estructura decrépita de dos pisos con pintura desconchada y ventanas oscuras. Un letrero de neón parpadeante rezaba "Motel La última parada" en letras rojas que brillaban de forma intermitente en la creciente oscuridad.
El crujido de la grava bajo mis pies sonaba anormalmente fuerte en el silencio que me rodeaba. No se oía ni un grillo, ni el susurro del viento a pesar de estar en medio de un bosque. Me detuve ante la puerta principal, aún indeciso sobre si debía entrar o seguir tratando de encontrar mi camino.
Hacía tantos años que había salido de mi pueblo que me había perdido de camino a casa. Había decidido visitarlos después de años de ruego por parte de mi única hermana para que conociera a mis sobrinos y viera a mis ancianos padres.
Como profesor de ética y filosofía moral, siempre tenía un pretexto para no visitarlos: una clase que impartir, una investigación pendiente, o un caso que resolver. Mi mente divagaba entre los principios éticos que enseñaba y la culpa que sentía por haber descuidado a mi familia. ¿No era acaso la lealtad familiar un principio moral fundamental? Sin embargo, aquí estaba yo, un experto en ética, incapaz de aplicar en mi vida personal las teorías que tan elocuentemente exponía en mis clases.
Suspiré, la noche caía rápidamente, y con ella, una iluminación siniestra bañaba. Volví a mirar mi teléfono con la vana esperanza de que hubiera captado señal, pero la pantalla seguía mostrando obstinadamente que no había conexión. No tenía otra opción que quedarme. Extendí la mano para tocar el timbre, pero antes de apretar el botón, la puerta se abrió con un chirrido espeluznante. Retrocedí un paso, con la respiración entrecortada.
Mis manos, húmedas y temblorosas, se aferraron al maletín. Intenté hablar, pero no pude. La recepcionista, si es que se le podía llamar así, tenía un aspecto cadavérico. Su piel, de un gris ceniciento, se adhería a los huesos como pergamino viejo. Los dedos huesudos parecían garras, con uñas largas y amarillentas. Pero fueron sus ojos los que me dejaron paralizado: dos órbitas blanquecinas que giraban de manera antinatural en sus cuencas.
Mi figura, envuelta en un desgastado traje gris de corte anticuado, contrastaba abruptamente con el escenario. Mis manos se aferraban a un maletín de cuero gastado. Mi cabello despeinado y la fina capa de sudor en mi frente completaban mi imagen. En resumen, yo era la personificación del académico, arrancado de su rutina y arrojado a un escenario de pesadilla, tan fuera de lugar como un pingüino en el desierto.
La mujer ladeó ligeramente la cabeza, produciendo un crujido que resonó en el silencio sepulcral del vestíbulo. El sonido, similar al de ramas secas quebrándose, me erizó el vello de la nuca. Sus labios se estiraron en una sonrisa que reveló una hilera de dientes amarillentos y torcidos.
El silencio entre nosotros se prolongó, espeso y opresivo. Sentí un impulso irrefrenable de huir, de dar media vuelta y correr hacia la carretera, pero mis piernas parecían clavadas en el suelo. Cuando finalmente habló, su voz emergió como un eco distante, como si proviniera de las profundidades de un pozo oscuro; aunque sus labios se movían en perfecta sincronía, el sonido parecía emanar de todas partes y de ninguna a la vez.
—Bienvenido al Motel La Última Parada, viajero. ¿Busca una habitación para pasar la noche? —preguntó mientras se deslizaba detrás del buró con un movimiento antinatural. El traqueteo de sus articulaciones resonó mientras se deslizaba detrás del buró de la recepción.
Mi mente de profesor de ética y filosofía moral, acostumbrada a desentrañar los más complejos dilemas existenciales, se encontraba ahora en cortocircuito. Intentaba desesperadamente catalogar lo que presenciaba dentro de algún marco de referencia conocido. ¿Era esto una elaborada puesta en escena para Halloween? ¿Un experimento social llevado al extremo de lo grotesco? ¿O acaso mis años de aislamiento en las torres de marfil académicas habían erosionado mi capacidad para distinguir entre realidad y fantasía? La mujer —si es que podía llamársele así
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Editado: 15.11.2024