Seguí con pasos lentos e inseguros a la extraña recepcionista mientras mis ojos luchaban por adaptarse a la penumbra. Tuve que limpiar varias veces mis gruesos lentes, temiendo que lo que contemplaba fuera una distorsión de la realidad. Me detuve un instante, con la mano aún sobre la montura de mis gafas, y observé con atención la escena frente a mí.
El vestíbulo del motel ostentaba una abundante decoración de Halloween, pero con un toque tan macabro y realista que me provocaba escalofríos involuntarios. No era alguien particularmente impresionable ante tales ornamentos, pero allí, todo parecía poseer una autenticidad perturbadora. Cada detalle, cada sombra, cada objeto, parecía gritar que no se trataba de un simple juego, sino de algo mucho más siniestro.
La duda sobre si lo que experimentaba era real o una pesadilla me atormentaba mientras avanzaba. La recepcionista no dejaba de observarme con la misma curiosidad e incredulidad con la que yo escrutaba mi entorno. Las paredes, tapizadas de telarañas que parecían tejidas por arañas gigantescas, sostenían esqueletos de un realismo sobrecogedor. Me acerqué a una de las telarañas, extendiendo la mano con cautela. La textura era sorprendentemente real, pegajosa y fría. Un escalofrío me recorrió la espalda.
El mostrador de recepción exhibía manchas de sangre que, aunque quería creer falsas, tenían un brillo húmedo demasiado convincente. El aire viciado transportaba una mezcla nauseabunda de calabazas putrefactas y dulces rancios. Me acerqué al mostrador, inclinándome para examinar las manchas más de cerca. Parecían demasiado reales, demasiado frescas.
—Disculpe —dije, dirigiéndome a la recepcionista con voz temblorosa—, ¿estas manchas... son de verdad?
La recepcionista, sin apartar la mirada de mí, respondió con una voz seca y rasposa:
—En este pueblo, todo es real, viajero.
Sus palabras resonaron en mis oídos como un trueno. Retrocedí un paso, con el corazón latiendo con fuerza. ¿Qué quería decir con eso? ¿Qué clase de lugar era este?
La escasa iluminación creaba sombras danzantes que parecían cobrar vida propia, generando una atmósfera asfixiante. Los únicos sonidos perceptibles eran el crujir ominoso de la madera bajo mis pies, el goteo incesante de algún grifo oxidado y el escalofriante chirrido que producía la pluma de la recepcionista al rasgar el papel amarillento, similar al sonido de uñas arañando una lápida.
Podía sentir miradas invisibles taladrándome desde cada rincón oscuro, aunque no lograba distinguir presencia alguna. Al alcanzar finalmente el mostrador, la huesuda mano de la recepcionista me presentó un documento para rellenar. Tomé la pluma que me ofrecía y, mientras escribía mi nombre, una sensación horripilante me invadió: cada trazo que realizaba parecía grabarse en mi propia carne, y la tinta roja que brotaba de la pluma tenía un inquietante parecido con mi propia sangre, manchando indeleblemente aquel papel amarillento.
Solté la pluma observando mi mano con incredulidad. A pesar de sentir cada trazo de las letras de mi nombre en ella, no podía distinguir marca alguna. La escondí a mi espalda ante la mirada inquisitiva y la pregunta de la horripilante recepcionista.
—¿Sucede algo, señor...?
—Arthur Blackwood —me apresuré a decir, todavía sintiendo el ardor en mi mano oculta, un gesto algo infantil que, sin saber por qué, me hizo ruborizar.
Sin embargo, no tuve tiempo de recomponerme. El ruido de algo que se arrastraba penosamente hacia mí hizo que me girara. Me encontré con otra imagen no menos horripilante, que iba en completa armonía con la recepcionista. Era un personaje que ni en las más terribles y magistrales obras de la literatura de horror que había leído había encontrado jamás.
La criatura avanzaba con dificultad. Parecía haber sido arrancada de las profundidades de una pesadilla infernal. Me quedé mirándolo sin poder creer que fuera real. Debía ser una macabra representación, una broma de mal gusto. ¿O acaso era real? Volví a limpiar mis anteojos con manos temblorosas. Pero no, había visto bien a pesar de la penumbra. El cuerpo estaba completamente deformado, y parecía retorcerse con cada paso que realizaba.
Su forma de moverse era todo menos natural. Tenía la sensación de que con cada movimiento, sus articulaciones estuvieran mal engranadas y distorsionadas. Me percaté de que, al igual que la esquelética recepcionista, su piel también era de un tono grisáceo y enfermizo. Pero a ello se agregaba una enorme cantidad de supurantes granos y extrañas protuberancias fétidas.
¿Qué significa esto? Estaba seguro de que todo era irreal, pero al mismo tiempo, todo era tan real que mi frente comenzó a sudar profusamente. Tuve que volver a quitar y limpiar mis gruesos lentes. Al volver a colocarlos, y dada su proximidad, pude observar con horror que su rostro era una amalgama grotesca de rasgos humanos y bestiales.
—¡Jesús! —exclamé realizando la cruz, y eso que yo no era especialmente creyente—. Sus disfraces son en realidad muy convincentes.
El extraño ser se detuvo y miró a la recepcionista, que levantó sus hombros con un traqueteo que me estremeció. Me hizo mirarla intrigado. Al ver que no decía nada, volví a centrar mi atención en el nuevo personaje que se había detenido. No podía entender cómo había logrado tal realismo en su disfraz. Ni el mejor maquillista de cine creo que lo hubiera realizado mejor.
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Editado: 15.11.2024