Mi corazón volvió a latir acelerado y me sentí culpable al no haber tomado la precaución de comprar golosinas. Imaginé la misma expresión de desolación en los rostros de mis sobrinos cuando yo, su tío tan esperado, apareciera con las manos vacías.
—Lo siento, no tengo nada que ofrecerles —balbuceé, girando la cabeza en busca de una de esas máquinas expendedoras de todo tipo de cosas, sin resultado alguno.
En ese momento, la escasa luz del vestíbulo comenzó a parpadear. Yo seguía con mi mirada fija en los niños que no se movían, congelados en la misma pose, rodeados de un opresivo silencio. Sus ojos, fijos en los míos con una intensidad casi antinatural, ahora me parecían vacíos y penetrantes. Casi puedo jurar que podían atravesarme y ver a través de mi alma.
Sentí como si me estuvieran juzgando y escudriñando cada rincón de mi ser. Podía percibir en sus ojos cómo se preguntaban sin hablar: ¿Qué clase de persona era yo para aparecer sin golosinas para ellos?
Un gruñido bajo y gutural se escuchó. Giré mi cabeza tratando de entender de dónde provenía. Las sombras en las paredes de pronto parecían haber cobrado vida; a pesar de que nadie se estaba moviendo, ellas se alargaron y deformaron, parecían venir a mi encuentro, amenazantes.
Retrocedí asustado, girando la cabeza al sentir que se movían. Los niños se acercaban a mí, sus risas habían dejado de ser claras y llegaban a mis oídos distorsionadas, como una especie de sonidos guturales más parecidos a los gruñidos de animales salvajes. Y eso no era lo peor: sus rostros, antes angelicales, inocentes e inofensivos, se fueron transformando ante mis propios ojos, sin perder sus expresiones acusadoras, como si hubiera cometido el peor de los pecados.
Mientras se acercaban como un solo individuo, fueron de a poco realizando muecas grotescas de disgusto y desencanto. No podía dar crédito a lo que mis ojos contemplaban. Aquellas hermosas criaturas que hasta un segundo antes sostenían en sus manitas las cestas llenas de chucherías, ahora tenían esas mismas manos convertidas en garras que se dirigían a mí. Y mientras avanzaban, al igual que el botones que me miraba fríamente, sus cuerpos se arrastraban y retorcían de una manera no natural.
De pronto, lo que había recibido como una respuesta a mi ruego a los dioses, dándome un respiro en medio del terror que me invadía, ahora se había convertido en la viva imagen del purgatorio. Aquellas angelicales criaturas avanzaban de manera errática, con ojos inyectados en sangre, mientras sus risas se habían convertido en un infernal concierto de alaridos y lamentos que hacían que mi sangre se congelara en mis venas. ¿A qué lugar infernal había ido a parar?
Juro que no soy un cobarde, no señor. Pero en ese momento todo el horror que se desplegaba ante mí me tenía sumido en el más profundo terror. Por un lado, el botones y la recepcionista; al otro, aquellas cosas que seguían avanzando entre un coro infernal. Cerré los ojos convencido de que debía ser una burda pesadilla, un juego macabro de mi conciencia culpable por no llevar ningún presente a mis sobrinos, o tal vez... era todo producto de mi miedo a lo desconocido, a enfrentar mis propios miedos.
Un toque en mi hombro hizo que saltara asustado. Era la recepcionista, lo supe por su huesuda mano al tiempo que la escuchaba decir, con un tono de voz que me resultó burlón, frío y letal:
—Señor Arthur Blackwood, bienvenido a nuestra celebración de Halloween. La diversión apenas comienza y le aseguro que jamás olvidará esta festividad.
Lo que siguió me desconcertó aún más, casi al borde de hacerme perder mi cordura y volver a preguntarme a dónde había ido a parar. Una estridente carcajada generalizada hizo que abriera los ojos para encontrarme con que las luces eran más luminosas y todos a mi alrededor reían ante mí, mientras una hermosa señorita se acercaba con pasos sensuales y estudiados a mi encuentro.
—Veo que usted es muy impresionable, señor Arthur —dijo con una voz que parecía la de un ruiseñor.
Parpadeé entre confundido y aturdido. Mi mente se negaba a entender lo que estaba sucediendo con el repentino cambio de escenario. Como era mi costumbre y ante la incredulidad de lo que mis propios ojos me decían, volví a limpiar mis gruesos lentes para poder enfocar de nuevo a la hermosa joven que seguía viniendo a mi encuentro. Estaba impecablemente vestida con un elegante traje de bruja que resaltaba sus bien formadas curvas, las cuales recorrí sin apenas percatarme que lo hacía, ante la mirada de complacencia y algo de picardía de ella.
Al darme cuenta de lo que hacía me obligué a enfocar mi mirada en su rostro, que para mi alivio, no era horripilante, sino de una belleza desconcertante. Era la obra maestra de un profesional del maquillaje. Que con una maestría propia de los grandes artistas, había sabido combinar lo artístico de la belleza natural de la joven, con un toque que rayaba en lo macabro.
—Bienvenido a la Mansión del Terror, señor Blackwood —continuó ella con una increíble y hermosa sonrisa mientras extendía su fina y agraciada mano cubierta por un hermoso guante hacia mí—. Ja, ja, ja, perdónenos, señor, no quisimos asustarlo de esa manera.
Rió al ver como mi temblorosa mano trataba de atrapar la suya, mientras miraba a los que nos observaban en silencio con reproche diría yo. Para al ver como bajaban sus cabezas ante ella, que los recorrió con una mirada helada, para luego dirigir de nuevo su atención a mí temblorosa y avergonzada persona.
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Editado: 15.11.2024