No quise analizar lo que creía haber observado. Debía ser mi cansancio y el resultado de tantas emociones. Estaba exhausto y necesitaba un respiro. Al encender las luces de la habitación, me detuve atónito. Ante mí no se encontraba una estancia normal como esperaba.
Aquello que mis ojos observaban bien pudiera llamarse un calabozo en la peor de las cárceles. La oscuridad, apenas disipada por una amarillenta bombilla, llenaba todo de sombras movedizas en las paredes. Los muebles eran tan antiguos y desgastados que no pude reconocer la época a la que pertenecían, a pesar de que me consideraba un experto en ello. Me acerqué con cautela, y un olor rancio y desagradable me invadió las fosas nasales. La temperatura era gélida, y sentí un escalofrío que me recorrió la espalda.
"Solo será una noche, Arthur", me dije a mí mismo, dejando caer mi desgastado maletín en un desvencijado sillón. Mis manos temblaban y mi respiración era agitada.
Con un suspiro, corrí las viejas cortinas para abrir la chirriante ventana en busca de un poco de aire fresco. Fue entonces que, a la luz de la luna, me percaté de las innumerables manchas existentes en las paredes. De ellas colgaban cuadros que me hicieron estremecerme. Las representaciones eran grotescas y perturbadoras. En todas ellas se apreciaban horripilantes monstruos que cometían hechos que me parecieron repulsivos, pero al mismo tiempo, eran reflejos de escenas de amor.
Sacudí mi cabeza, pensando que el autor debía ser uno de esos alocados pintores que se complacían en crear todo tipo de aberraciones. Al girarme para buscar el baño, me detuve frente a un espejo. Me había parecido ver a alguien más junto a mi propio reflejo. Fue solo un instante, pero lo vi. Me giré para mirar detrás de mí, con el corazón latiendo con fuerza. Encontré una cómoda con un extraño y antiguo libro sobre ella.
Lo tomé y lo abrí de inmediato, con la esperanza de encontrar alguna explicación a lo que estaba sucediendo. Pero el libro estaba escrito en un idioma que no comprendía. Desilusionado, lo coloqué en su sitio. Al divisar la puerta que conducía al baño, me dirigí a él con alivio, decidido a tomar un reconfortante baño. Lo necesitaba urgentemente para cambiar de ropas y quizás desprenderme de esa extraña sensación que no me dejaba tranquilo.
Desde la llamada suplicante de mi hermana, todo había comenzado a ser un caos para mí. Primero me negué, buscando excusas, pero ella había sido más inteligente. Antes de comunicarse conmigo, lo había hecho con el rector de la universidad, quien le aseguró que me dejaría libre para que pudiera visitar a mis ancianos padres. Él mismo me informó que me daba vacaciones, para cumplir con lo que tanto impartía en mis clases: el amor filial.
No pude negarme y había emprendido este alocado viaje. Para empezar, hube de mandar a arreglar mi auto, que no sé cuántos años hacía que lo tenía aparcado en el garaje sin darle uso. Esto me causó una sustancial pérdida en mi cuenta de ahorros. Luego, estaba consciente de que en los años que había faltado, las carreteras habían cambiado. A pesar de que me aconsejaron invertir en un GPS, no lo consideré necesario, confiando en mi teléfono y Google. Lo cual me había llevado a este lugar al perder la conexión, por no seguir el consejo de un amigo de activar no sé qué en mi teléfono, pues era motivo de otro gasto que no quería realizar.
Ahora, atrapado en esta mansión de pesadilla, me arrepentía amargamente de mi tacañería. Al abrir la puerta del baño, me recibió el ambiente frío y húmedo, todavía mayor que el ya existente en mi habitación. Con un suspiro, me dediqué a observar incrédulo el lugar.
Estaba acostumbrado a mi pulcro apartamento, donde cada cosa estaba en su lugar. Me esmeraba por que permaneciera lo más limpio posible, sobre todo el baño, que era el lugar donde me pasaba largas horas sentado leyendo mientras realizaba mis necesidades. Éste que tenía delante distaba mucho del mío. Lo que una vez fueron unas baldosas impecablemente blancas, ahora estaban cubiertas por una capa verdosa.
No podía creer lo que observaba. Giré mi cabeza, esperanzado de que la bañera no estuviera en ese deplorable estado, solo para encontrarme con que de su antiguo esplendor sólo quedaba su forma. Más que una bañera, parecía un sarcófago por la negrura que la cubría. No creí que pudiera entrar en aquel lugar, por lo que miré el lavabo. Solo necesitaba lavarme. El espejo encima del mismo no pudo devolver mi imagen de lo empañado que se encontraba.
A pesar de todo, me llené de valor y, tomando un trozo de papel higiénico, abrí el grifo. He de confesar que no me asombró ver que el agua que salía, casi con un alarido, era de un color marrón, que para mi consuelo fue aclarándose de a poco. Aunque en otras circunstancias me habría negado a utilizarla, solté todo mi aire y regresé a la habitación, decidido a desvestirme para lavarme y cambiarme de ropas. Mientras lo hacía, me parecía ver con el rabillo de mis ojos sombras que se movían en los rincones oscuros de la habitación. Un escalofrío me recorrió la espalda.
Tratando de ignorar todo lo que me rodeaba, abrí mi maletín, extrayendo una muda de ropas y una toalla, la cual olí con verdadero placer. Mientras intentaba convencerme de que nada era real, sino producto de mi cansada mente, me introduje en el baño. El cansancio había hecho estragos en mí y necesitaba descansar para reponerme.
Para mi alegría, el agua estaba completamente clara y hasta algo caliente. Decidido y con mis sandalias plásticas puestas, me introduje debajo del chorro de agua, sintiendo un gran placer al hacerlo. Cerré mis ojos al dejar caer mi champú, que siempre llevaba conmigo, en mi cabello. Cuando de pronto, sentí como si algo se enroscaba en mis pies.
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Editado: 15.11.2024