Halloween Macabro: ¿truco o trato?

9. ¡TRATO !

Las preguntas me atormentaban mientras la curva me sacaba a la carretera central que por fin reconocía. La imagen de la lucha mortal entre ellos se fue desvaneciendo en la distancia. Con dolor en mi corazón seguí mi camino, dejando atrás las horrendas criaturas y a Damien.

Para mi alegría, esta vez reconocí la entrada de mi pueblo. Respiré aliviado y preocupado porque los presentes habían desaparecido junto a mi maleta. La había dejado atrás. Por suerte traía mi billetera, por lo que pensé detenerme en una tienda para comprar golosinas a mis sobrinos; según mi hermana, tenía cinco.

Pero nada me había preparado para lo que mis ojos vieron al llegar a la entrada del poblado. Parecía uno de esos pueblos que ponen en las películas de terror: sus calles estaban desiertas, llenas de una neblina muy espesa. Las luces que todavía permanecían encendidas parpadeaban como si estuvieran avisando que iban a dejar de funcionar.

Una escalofriante música fúnebre se dejó escuchar a lo lejos. ¿Qué diablos había sucedido en mi pueblo natal?, me preguntaba mientras avanzaba despacio por la calle principal que debía conducir a la casa de mis padres. Mientras lo hacía, observaba con terror las decoraciones. Eran motivos macabros: en los jardines existían tumbas y lápidas con esqueletos que movían los globos de los ojos en sus cuencas vacías siguiendo mi presencia.

Lo otro que me llamó la atención, era la cantidad de gatos negros con sus ojos dorados que deambulaban, e incluso hacían que me detuviera para dejarles cruzar la calle. Todos me miraban fijamente y parecían comunicarse a través de maullidos. Los zumbidos y sombras en el cielo hicieron que mirara hacia arriba, para encontrarme con una inmensa cantidad de murciélagos que revoloteaban libremente.

Según pasaba por delante de las viviendas, me pareció ver siluetas en las ventanas que me observaban mientras susurraban algo que me llegaba traído por el viento: "Es él, es él, al fin ha llegado, estamos salvados".

Sacudí mi cabeza sonriendo ante lo que me pareció que había imaginado. "Arthur, has quedado traumatizado con lo que pasaste, deja de imaginar cosas. Conoces a toda la gente, son buenas personas", me reprendí acelerando un poco más, deseoso de llegar a la casa de mis padres hasta detenerme frente a lo que recordaba que era el sitio.

La habían convertido en una macabra representación de un mausoleo mortuorio. ¿Qué sucedía con la gente y su obsesión por Halloween?, me pregunté mientras entraba con dificultades al pequeño espacio que estaba libre de adornos macabros. El sonido de mi auto hizo que la ventana se abriera; un alarido unánime escuché salir de ella.

La puerta se abrió de pronto y ante mi aterrada mirada aparecieron nada más y nada menos que: ¡Lilith, Damien, la recepcionista, el botones y los niños! Todos corriendo a mi encuentro. Retrocedí aterrado hacia mi auto cuando la voz de mi hermana, que salía de la imagen de Lilith, hizo que me detuviera.

—¡Arthur, mi hermano, qué bueno que llegaste! Pensábamos que no ibas a venir como siempre —y sin más se lanzó a mis brazos llenándome de besos, seguida por mi madre convertida en la esquelética recepcionista, y mi padre disfrazado del horripilante botones.

—Hijo, qué alegría —dijo con una sonrisa que para mi tranquilidad era humana —. Bienvenido de vuelta, hijo, pensé que no ibas a volver jamás.

—Arthur, te presento a mi esposo —siguió mi hermana señalando a un hombre lobo con la imagen de Damien— y estos son nuestros hijos.

Me parecía que la escena se repetía. Sus ojos clavados en mí, interrogantes, me recordaban aquellos de los niños en el motel. Para mi alivio, mi madre vino en mi auxilio.

—Dejen eso, no ha llegado todavía la hora. Vamos hijo, te ves realmente cansado y hambriento. ¿Por qué demoraste en llegar? —preguntaba mientras tiraba de mí hacia el interior de la tumba..., perdón, de la casa.

—Me perdí, mamá —dije como un niño en busca de la compasión y protección de sus padres—. No recordaba la entrada y fui a parar a un lugar extraño... —me detuve en seco ante lo que estaba en el centro.

La sala estaba sumida en una penumbra inquietante, iluminada solo por unas velas que proyectaban sombras danzantes. Un olor a humedad y a incienso llenaba el aire, mezclado con un ligero aroma a algo que no pude identificar, pero que me revolvió el estómago. En el centro de la habitación, un enorme sarcófago de madera oscura descansaba sobre un pedestal, con la tapa entreabierta.

—¿Qué demonios es eso? —grité.

El grito que había salido de mis labios hizo que todos me miraran de una manera que no podía comprender. Mis ojos se abrieron de par en par, fijos en el centro de la sala, donde el enorme sarcófago de madera se encontraba. Me restregué los ojos creyendo que todavía era presa de una alucinación. La casa que recordaba no tenía nada que ver con aquella que estaba ante mí. ¿Cómo habían hecho una atrocidad como aquella? ¿O es que acaso había muerto un familiar y lo estaban velando? ¿Sería de aquí de donde salía la música fúnebre que escuché a la entrada del pueblo?

Con pasos tambaleantes e inseguros me acerqué al ataúd. No recordaba que tuviera más familiares; mi dulce abuela había muerto mucho antes de que yo me fuera. ¿Entonces quién podría estar en aquel cajón? Todos me miraban de una manera indefinida, pero no decían nada. La tapa entreabierta del sarcófago era como una invitación a que mirara dentro. Mi corazón sentía que se detenía en mi pecho mientras el miedo que creía haber dejado atrás volvía a apoderarse de mi ser. Me obligué a mirar dentro y retrocedí aterrado al verme a mí mismo en el sarcófago, al mismo tiempo que los niños gritaron:
—¡Truco o trato, truco o trato! —vociferaban todos con sus manos extendidas hacia mí en espera de las golosinas que otra vez había olvidado comprar.




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