Me sentía abochornado ante mis padres por llorar como si aún fuera el mismo crío que se había marchado aterrado. Tomé entre sollozos el café caliente que me había preparado mi anciana madre. Y mientras lo hacía, los miré: eran realmente viejos, con rostros arrugados y cansados. Para mi consuelo, la cocina había quedado libre de transformaciones macabras y permanecía tan cálida y acogedora como la recordaba.
Pasé mi mirada por ella, como si quisiera corroborar el recuerdo que tenía con la realidad. Los azulejos seguían siendo tan blancos y brillantes como los recordaba. Todavía soltaban destellos ante la cálida luz de la lámpara que colgaba del techo. Sonreí más tranquilo ante el olor que despedían las galletas hechas por mamá; me encantaban de niño. Alargué la mano y tomé una, la mastiqué con placer; sí, mantenían ese rico sabor a vainilla y algo más que jamás pude adivinar. Era la receta secreta de mi madre.
La gruesa mesa de roble permanecía igual, y el inconfundible mantel rojo con bordados blancos hechos a mano la cubría. La vieja tetera seguía allí cumpliendo su función, humeante y despidiendo el aroma del café. El juego preferido de mamá, compuesto por tazas de porcelana, la rodeaba encima de sus platillos, listas para ser utilizadas.
—Qué alivio, aquí todo sigue igual que cuando me fui —dije con una sonrisa melancólica.
—Así son los pueblos, hijo —dijo papá—, aunque...
Se detuvo al ver cómo la luz de la luna llena entraba por la ventana; al mirar por ella vi el hermoso jardín que recordaba, a pesar de los macabros adornos, observé cómo sus flores se balanceaban suavemente por la brisa. Suspiré sintiendo que había llegado a un remanso de paz, aunque me sobresalté al creer ver unos ojos rojos que me observaban…
Di un respingo pensando que era Damien, pero al volver a mirar, ya no estaban, por lo que concentré mi atención en mis padres.
—Disculpen, ha sido un día demasiado aterrador para mí —dije a modo de disculpa—. ¿Cómo están de salud?
—Ya sabes, hijo, la edad te pasa factura —contestó papá, aunque no se me escapó el intercambio de miradas que cruzó con mamá, como si me estuvieran escondiendo algo, pero ya me lo dirían; después de todo, pretendía pasar todo el fin de semana con ellos.
Todavía conversé un poco más de cosas triviales con ellos. Me confesaron que mi hermana, aunque se había casado, seguía viviendo con ellos. La casa era lo suficientemente grande y cabían todos sin problemas.
—No te preocupes —se apresuró a decir mamá—, tu habitación nadie la ha tocado.
La miré confundido, sin entender qué quería decir con ello. ¿Por qué harían una cosa como esa? Llevaba muchos años fuera de esta casa; podían haber recogido todas mis pertenencias y guardarlas en una caja. Pero no dije nada, me disculpé diciendo que necesitaba un baño. Al saber que había perdido mi maleta, mamá rápidamente fue en busca de ropa de papá.
No quise volver a pasar por el salón, donde aquel sarcófago hacía que me estremeciera. Seguí a mi padre por el pasillo lateral que llevaba a las habitaciones inferiores. Nada había cambiado, todo seguía como si estuviera detenido en el tiempo.
—Tu hermana y los niños viven en el segundo piso, ella no quiso seguir en su habitación después de lo sucedido —dijo papá dejándome intrigado—. Solo después de tener a los niños empezamos a celebrar Halloween de nuevo, pero somos extremadamente cuidadosos. Hay que seguir las reglas, Arthur, siempre hay que seguir las reglas.
Lo miré desconcertado, no tenía idea de lo que hablaba. Pero estaba tan agotado que, a pesar de que quería preguntar a qué se refería, no lo hice. Mi cuerpo ansiaba un baño con urgencia. Por lo que por una vez en la vida me dispuse a ser el tío jovial que los acompañaría por el poblado a realizar el característico "truco o trato"; se los debía por mi larga ausencia.
Nos detuvimos ante la puerta roja; no lo podía creer, todavía tenía el cartel de "no pasar" que colgaba siempre que quería que nadie lo hiciera. Me había empeñado en pintarla de rojo hasta que papá cedió y me compró la pintura con el compromiso de que lo hiciera yo mismo y que todo lo que ensuciara debía limpiarlo.
Las emociones me asaltaron de pronto. Volví a abrazar a mi padre muy fuerte pidiendo perdón por haber demorado tanto en volver, para luego soltarlo e introducirme de golpe en lo que fuera mi habitación. Me detuve en seco después de prender la luz. El amarillento bombillo iluminó tenuemente mi antigua habitación. No habían movido nada, era verdad.
Di dos pasos para observar mejor; a su lado, mi viejo amigo de aventuras, aquel libro cargado de relatos e historias sobrenaturales y de fantasía, el mismo que me inspiraba a aventurarme por el bosque que rodeaba el pueblo y que me hacía querer vivir con mi abuela en la cabaña. Lo tomé casi con una reverencia. Había sido el culpable de todo, de mi obsesión por investigar todo lo sobrenatural.
La imagen de la bella vampira hizo que me estremeciera, soltando el libro asustado. Al inclinarme para recogerlo, vi la otra imagen, Damien. Miré sus ojos dorados que me devolvieron la mirada y me quedé desconcertado al leer junto a su imagen: "Hoy conocí a mi amigo Damien". ¿Es que acaso todo había sido creado por mi subconsciente, trayendo en forma de ilusión o pesadilla todo lo que no recordaba?
La luna llena estaba en todo su esplendor, creando sombras danzantes en mi habitación. Suspiré soltando el libro, me recosté en mi cama cerrando los ojos. A mi memoria vinieron las noches que pasé despierto esperando ver aparecer en mi ventana alguno de los animales sobrenaturales de mi libro.
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Editado: 15.11.2024