Haritronico: El corazón de Hari

Ep. 2 Una criatura al acecho.

Una niña de cabellera dorada, lisa y larga, corrió a lo largo del campo desértico, entre la espesa neblina, del pequeño pueblito fantasma. No tuvo tiempo de pedir ayuda porque eso implicaba poner en riesgo a su propia familia. Metros adelante encontró una anacahuita, lugar donde decidió esconderse.

Al cabo de unos minutos apareció un muchacho, un adolescente que no sobrepasaba los quince años. Lo vió muy asustado. Su cara estaba llena de manchas de hollín mezclada con lágrimas secas en sus mejillas. El chico cayó derrotado al suelo, agotado por el cansancio de correr por su vida. Al poco rato, de las orejas comenzó a brotar líquido rojo.

La niña sintió un vuelco en el corazón cuando varios sujetos encapuchados y vestidos de vaqueros, aparecieron de la nada y se llevaron al chico a rastras. En todo momento, ni la niña ni el muchacho dejaron de mirarse a los ojos. Ella con los ojos, azules como el cielo, y mejillas rosadas humedecidas por largos ríos de lágrimas, y él con una sonrisa forzada, muestra de la resignación a un final trágico. De que ya no tenía las fuerzas suficientes para luchar una guerra que desde el principio estaba perdida.

En una conversación anterior, mientras aún seguía en cautiverio, la niña había propuesto un plan, no de su autoría, sino de su fiel amigo y guardián. El muchacho estuvo de acuerdo, pese a sus reservas. Aún no conocía al protector que su nueva amiga mencionaba, pero por la descripción que mencionó, se dio una idea de que tal vez se trataba de la fantasía de una pequeña inocente.

— Es blanco como la nieve, pequeño y saltarín. Tiene largas orejas como un gato montez. Es un conejo amigable, es un robot. Creo que te va a encantar y tu a Hari — reveló la niña con un tono de voz firme y resuelto.

El muchacho, vestido de harapos, permaneció en un largo silencio. No se atrevió a refutar las palabras de una niña. Él sabía muy bien que un robot, en la vida real, se traduce a dar unos cuantos pasos y luego caer a un lado debido a la falta de coordinación. Conocía que los robots que siguen comandos nunca desarrollan una conciencia, y que solo en los cuentos se atreve a tener vida propia.

—Hari me obedece, pero también tiene permitido opinar. Pregunté y me respondió. Dijo que solo así puedes escapar.

—¿Y dónde está ese mentado Hari? — preguntó el muchacho con sorna. No quería sonar así, pero su optimismo quedó en el olvido.

—Aquí.

La niña apuntó a la puerta que seguía atrancada.

— No veo a nadie más.

—Porque solo yo lo puedo ver.

—Entonces, dile que aparezca.

—Todavía no eres digno, así que no puedes verlo.

—¿Cómo puedo ser digno?

La respuesta quedó en el olvidó, pues en ese momento, alguien abrió la puerta y el muchacho no tuvo más remedio que empujar a la niña con la pared, dentro del rincón más oscuro de la casucha.

Ahora, la impotencia inundaba a una niña que solo buscaba salvar una vida y como había fallado, no podía dejarlo en la desgracia. Quería saltar, correr y gritar, tomar piedras y lanzarlas, pero sabía que sus esfuerzos serían en vano. ¿Qué podía hacer una simple niña con grandes y graves delirios?, ¿de qué servía tener un conejo robot, si solo ella podía verlo?

Entonces abrió los ojos. Ahora se encontraba en una habitación blanca con una ventana pequeña de la cual entraba la luz de la mañana. A un lado de ella había otra cama. La enfermera entró con la bitácora en mano. Enseguida, tomó el teléfono para llamar a su jefe inmediato.

—La paciente ya despertó —dijo a secas. Luego guardó el dispositivo en el bolsillo derecho del pantalón de color blanco. —¿Cómo se encuentra, señorita Linares?

La joven quiso moverse, pero en el intentó descubrió que sus manos estaban atadas a la camilla.

—Debe entender que la situación nos obliga a tratarla de esta manera. La policía no tarda en llegar y hacer preguntas. Solo la pongo sobre aviso para que no se asuste.

La señorita Linares no entendía lo que estaba sucediendo ni qué hacía en el lugar. Su mente estaba en blanco, sin pensamientos ni emociones. Tampoco contaba con recuerdos.

—¿Por qué estoy aquí? — alcanzó a preguntar con una voz quebrada, como si llevara años sin hablar.

La enfermera sonrió de manera condescendiente, mostrando algunas arrugas en las comisuras de su boca y en los laterales de los ojos. Pronto se dio cuenta de la malicia en sus comentarios, debido a que sonreía y dejaba de sonreír después de finalizar cada respuesta.

—Te hice una pregunta, ¿acaso estás sorda? — inquirió la mujer.

La paciente no tuvo tiempo de responder porque en ese momento entró el doctor acompañado de otro enfermero, de hombros anchos. Éste era más joven, casi de la misma edad que la paciente. Ambos parecían preocupados, el médico tenía el entrecejo fruncido mientras que su ayudante prefería evitar la mirada hacia la chica.

—No tiene de qué preocuparse, señorita Linares. Ya hablé con el general y dentro de poco vendrán por usted y regresará a casa sin que nada haya sucedido — reveló el doctor, regalándole una sonrisa nerviosa.

Sin embargo, la muchacha lejos de estar tranquila, comenzó a sentir un vacío en su estómago que enseguida viajó a su garganta.




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