Harper
No perder mi esencia era lo que quería o, mejor dicho, lo que quería encontrar.
Ya ni siquiera sabía en qué plano estaba, o en qué plano situarme realmente.
Mi mente vagaba de un día para otro, perdida en la negra sombra de mis pensamientos, después de la estupidez de lo que había sucedido horas antes.
Llegar a casa y mentirle a mi madre diciéndole que me lo había pasado muy bien en el baile no era una mentira creíble que pudiera salir de mi boca, ya que a esas alturas de la noche ella ya estaba al corriente de los hechos.
Estaba jodida.
Ni siquiera creo que pudiera soportarlo.
Cogí el móvil para poder contestar a Regina, que me preguntaba cómo había ido todo con el plan que habíamos hecho en el restaurante. A lo que me limité a contestar que todo había ido bien, o eso esperaba.
La verdad es que no sabía qué esperar.
Había levantado un poco mis zapatos a la entrada de la casa, dando un pequeño golpe con la punta de ellos en el suelo, para llenarme de valor y pasar esa frontera de desesperación, y muro de juicio que yo mismo tenía hacia mí.
Con un par de bofetadas mentales, recuperé la compostura, puse el abrigo en el perchero junto a la puerta y atravesé el pasillo como un fantasma, para llegar a mi habitación, dispuesta a hacerme bolita en el baño, mientras dejaba que el agua empapara mi cuerpo, y me asfixiaba con la maldita crisis existencial que estaba teniendo.
Por la mañana, parecía que no había nadie en casa o, eso creía yo, porque de pronto la cara de mi madre se cruzó delante de la puerta de mi habitación, haciéndome gritar de miedo, aferrándome desesperadamente al marco de la puerta, levantando una pierna como un gato. Me sentía herida, frustrada e internamente acabada.
—¿Cómo es posible que andes así por la casa? —expresé con el corazón en la mano.
Yo seguía en mi posición protectora contra la puerta.
Verle la cara llena de una máscara verde y esos tubos en la cabeza me hizo creer que había visto a un extraterrestre.
—Suelta el marco de la puerta… No se va a caer. —Me habló, sacándose el cepillo de dientes de la boca, y luego me apuntó con él.
Bajé muy despacio la pierna, sin dejar de estar atenta a ella, y me ajusté un poco el pijama.
En un momento ya me estaba frotando un poco el codo izquierdo con cierta pena.
Me sentía culpable, era tan evidente en mí.
—Tú y yo tenemos qué hablar, jovencita…
Ahí estaban sus palabras. Las tan esperadas palabras de esa mañana.
Baje la guardia, siguiendo muy atenta los pasos de mi madre que me llevan hasta la sala.
—Espérame sentada en el sofá —volvió a señar con su cepillo de dientes —Te mueves de ahí y no la cuentas, jovencita.
Sonó su voz de mando.
Me mantuve firme como un soldado y me puse la mano en la frente en señal de respeto.
—Sí, mi general.
No podía hacer más. Si corría, ya la veía atacarme con la escopa a penas me viera en la casa. Tenía técnicas de ataque bastante exclusivas según el momento. Así que no quería sorpresas.
Sentada juiciosamente como si no hubiese hecho nada malo —cosas que no era cierto, —me quedé tan quieta como mis manos entre las piernas, esperando cualquier grito.
—¿Qué pasó en el baile de anoche? Morgan me llamó por expectación —oí decir a mi madre, mientras la veía caminar lentamente hacia el sofá.
No sabía si era mi intuición o si ella estaba tranquila…
—No hay de qué preocuparse —dije con una risa nerviosa, dándome golpecitos en la rodilla.
Ahí estaban mis malditos tics de mentirosa.
¿Por qué cuando quería mentir no podía?
Seguía decepcionándome en esos momentos.
—Harper...
Cuando oí mi nombre...
—¿Cómo te digo madre que tu hija ha entregado su virginidad al hombre equivocado? Y por eso pasó lo que pasó en esa fiesta, Asier se peleó con ese idiota y a altas horas de la noche entramos a su casa como criminales a seguir vengándonos, entre Asier, Yara y yo.
Joder, Per.
Ya lo sé conciencia, no me lo recalques.
Le dije a mi madre indignada, acurrucándome entre mis piernas en el sofá. Girando la mirada un momento, la miré con mis ojos un poco llorosos.
—Te prometo que no hemos matado a nadie, tengo las manos limpias.
—¿Yara?
—Sí, Yara... no me preguntes por qué, porque ni siquiera yo lo sé.
Agaché la cabeza entre las piernas, cubriéndome con el pelo y crucé los brazos sobre las ellas. En ese momento sentí que mi madre me daba una palmada en la espalda.
—¿Por qué no me corriges?
Pregunté con la voz algo apagada.