(3) No debería verlos. Pero aquí están
Clara Martín.
Los siguientes diez minutos nos los pasamos discutiendo. Nosotras exigiéndoles que nos dijeran quiénes eran. Ellos preguntándonos una y otra vez si les podíamos ver. A veces hablaban entre ellos como si quisieran confirmar que estaban soñando.
¡¿Qué si les veíamos?! Estoy más que segura que Cristina y yo vemos a dos tíos desconocidos de rodillas sobre MI cama.
—Vale, ya está bien.
Me agacho para coger el teléfono y empiezo a teclear el número de la policía.
—No llames a la policía —me ordena el chico de pelo negro.
El rubio se gira hacia él frunciendo el ceño. No sé qué tienen esas palabras en mí, pero mi dedo se queda congelado justo encima del botón de llamada. Los miro, desconcertada, e intento volver a pulsarlo... pero algo no me deja.
—¿No has sido demasiado brusco, Darío? —le recrimina el rubio.
El tal Darío se encoge de hombros, como si le diera absolutamente igual.
¿Ha sido él? ¿Él me ha obligado de alguna manera?
Clara céntrate, no estamos en "Crónicas vampíricas'', no pueden obligarte a hacer nada.
—¡Clara! ¿Por qué no llamas a la puta policía?
Cristina se gira hacia mí, aún apuntándoles con el mando de la tele. Frunce el ceño... y de repente abre mucho los ojos. Como si acabase de atar cabos.
Se vuelve hacia ellos dispuesta a lanzarles el mando a uno de los dos en cuanto tuviese oportunidad.
—¡¿Hay alguien más con vosotros?! —les grita mi amiga.
Entonces caigo en qué estaba pensando: Marc.
Quise correr hacia su habitación, pero el rubio se bajó de la cama con sumo cuidado. Levanta las manos, despacio, como si intentara demostrar que no es una amenaza.
—Clara, tranquila. No hay nadie más con nosotros. Marc está bien.
Seguro que mi cara es un poema. ¿Cómo conoce el nombre de mi hermano? ¿Y por qué algo en mi me dice que dice la verdad?
—Luego dices que si yo soy brusco —espeta Darío, y el rubio le lanza una mirada de advertencia.
—Clara —vuelve a hablarme el rubio. Me mira fijamente—. Debéis tranquilizaros y os lo explicaremos todo.
—¿¡Explicarnos!? ¿¡Explicarnos el qué!? ¿¡Qué venís a asesinarnos!? —empieza a gritar Cristina, pero unos toques en la puerta la calla en un momento.
Cristina se acerca, sin soltar el mando. Me lo da para que lo sujete yo y abre con cuidado.
—Cristina... Estáis gritando mucho y ten... tengo sueño —bosteza Marc al otro lado.
—Perdona, peque. Es que tu hermana y yo estamos viendo una película de mucho miedo.
—¿En serio? ¿Puedo verla con vosotras?
Intenta entrar en la habitación, pero Cristina lo detiene con suavidad.
—No, Marc. Es muy tarde, tú deberías estar durmiendo desde hace un buen rato. Venga, te acompaño a la habitación.
Miro a Darío y al rubio. Ya están más tranquilos, sentados al borde de la cama, a menos de un metro de mí. Doy un paso hacia atrás. Cristina le lanza una mirada a Darío como diciendo "te estoy vigilando", y él le responde rodando los ojos.
—Grita si hace falta —me dice antes de irse con Marc.
A pesar de estar completamente sola con dos desconocidos, no estoy asustada. Y eso, curiosamente, es lo que más miedo me da.
¿No debería estar llorando y rogando que me perdonaran la vida?
—¿Cómo sabías el nombre de mi hermano? Y tú —Señalo al tal Darío—, ¿qué cojones has hecho cuando me has dicho que no llamara a la policía? ¿Qué hacéis en mi casa? ¿Queréis dinero? ¿Cómo habéis entrado?
Empiezo a disparar preguntas, cada vez más deprisa.
—Clara, debes tranquilizarte —insiste el rubio.
Pero no puedo. No quiero. Aunque... una parte de mí empieza a ceder.
—Enzo, así no vamos a arreglar nada —dice Darío, girándose hacia mí con una mirada fija—. Clara, tienes que relajarte. No vamos a haceros daño. Estamos igual de confundidos o más que vosotras —aclara, remarcando lo último.
Y entonces, sin saber cómo, todo mi cuerpo se relaja. Suelto el mando de la tele. Rebota entre los cojines.
El rubio, Enzo, frunce el ceño. Iba a decir algo más, pero la puerta se abre y Cristina aparece con cara de pocos amigos.
—Vamos a llamar a la policía, Clara. Si tú no lo haces, lo haré yo.
Saca el móvil del bolsillo. Darío se levanta de la cama de un salto y se lo arrebata.
—¡Devuélvemelo ahora mismo! —le grita ella mientras coge el mando del suelo. Se lo lanza. Falla.
Él salta por encima de la cama y aterriza al otro lado, como si fuera su pista de entrenamiento.
—Clara, Cristina, dejar que os lo expliquemos —dice él poniendo el teléfono de Cristina en el bolsillo trasero de su pantalón.
—No —contesta mi amiga.
—Está bien —digo a la vez que mi amiga.
¿Pero qué me está pasando? Lo que más deseo en esos momentos es que se vayan de casa, no que me den explicaciones de nada.
¿Pero por qué he dicho que sí? ¡No quiero que...
—¿Por qué no puedo decir que no...? —mi voz se corta a mitad. Otra vez. Como cuando quería llamar a la policía.
Miro a mi amiga. Ella me observa como si estuviera loca.
¿Y si estoy loca?
—No, no estás loca —responde Darío.
¿Qué?
Miro a Enzo, que se ha puesto en pie y se acerca, despacio, como si no quisiera asustarme.
—Clara, esto es difícil de explicar. Esto no había ocurrido antes. No hay un protocolo para situaciones como esta... Y si lo hay, lo desconocemos.
—¿Protocolo? —preguntamos extrañadas mi amiga y yo al unísono.
—Si —interviene Darío—. Enzo sin rodeos —le espeta, volviendo a sentarse en la cama.
Miro a Enzo esperando una respuesta. Él mira a Darío con el ceño fruncido.
—¿Estás seguro que no deberíamos consultarlo con Ataecina?
—¿Atae... qué? —pregunta Cristina, con el ceño fruncido.
Se acerca a mí, tomando mi muñeca y me echa hacia atrás manteniendo una mayor distancia entre los desconocidos y nosotras.