Casi consiguió matarme. Otra vez. Pero ahora, soy yo quien tiene una ventaja y no se me escapará de las manos. Ingreso a los calabozos con los gritos resonando en el lugar. Los pocos hombres encerrados, no tienen fuerzas para insultarme o amenazarme como hacían cada que entraba aquí, como cuando apenas eran confinados; ya han perdido las fuerzas, por lo que tan solo paso de largo sin dirigirles ni una mirada. Las paredes son de ladrillos desgastados, las ratas se pasean de una esquina a otra, el polvo se inhala como si de aire se tratase, telas de araña adornan el techo, incluso a los candelabros que iluminan todo sutilmente, mas no lo suficiente como para tener una buena visión. El horno de tres metros apoyado en el muro a mi derecha y que casi nunca he utilizado, está en perfecto estado, listo para quien decida que será su próxima víctima. Llego al origen de los alaridos, yo misma utilizo las llaves para abrir la reja de donde se encuentra mi prisionero.
—Suficiente —ordeno. El guardia detiene los azotes en la espalda ejecutados con la vara de roble. Sangra tanto, que no se distingue dónde comienza su piel y dónde acaban las heridas— Retírate.
—Sí, su majestad Brok…es decir, Roskel —se corrige de inmediato como un hipócrita. Deja el látigo sobre la mesa de chapa antes de salir a trompicones y colocarse en su posición, afuera de la celda.
—No he dicho que se quede vigilando. Largo de aquí.
El anciano arruga la frente.
—Pero…mi señora, no puedo dejarla sola con un prisionero. Es peligroso, ¿y si se desata, o la ataca?
—No me haga repetirlo. Largo. Ahora —exclamo impaciente.
Hace una reverencia torpe y luego sigue su camino hasta la salida. No confío ni en mi sombra y con justas razones. Me centro en el hombre que cuelga de sus brazos con la cabeza gacha.
—¿Qué es lo que quieren? —Consigue articular con medio ojo abierto, el que no tiene un moretón. Recta, camino a su alrededor; a diferencia de mi gente, es de complexión robusta, no le faltan músculos en los brazos y piernas, está claro que tiene una buena alimentación. Su cabello le llega por debajo de las orejas, rozando sus hombros. La vestimenta que le hemos quitado, era de impecable calidad, sin embargo, lo importante ha sido el anillo de compromiso, lo que indica que sí tiene algo o demasiado que perder.
—Me conocen como la reina de Vogoryn. Yvett Roskel.
—Lo supuse. La corona, junto con el vestido color oro y brillante, me dieron una pista.
Junto mis palmas luego de un suspiro.
—Me sorprende que pueda usar el sarcasmo pese a la posición en la que se encuentra.
—No hay que perder el humor, ¡agh! —se queja cuando paso un dedo por su espalda.
—No son tan profundas. Sanarán. Pero las cicatrices serán visibles.
Lo rodeo para quedar frente a él.
—Que bueno saberlo —Suspira—. ¿Qué es lo que quiere de mí?
Me enfoco en su rostro barbudo y magullado.
—Solo que responda un par de preguntas.
Asiente. Pero de forma extraña a causa de los daños en su cuerpo.
—¿Y con qué necesidad ha ordenado que me torturen?
—Usted responde, no yo —Tensiona la mandíbula e inteligentemente guarda silencio—. ¿Qué hacía en ese barco?
Solo la punta de sus pies toca el suelo, lleva así horas, el dolor apenas lo deja respirar para hablar.
—Me ordenaron navegar hasta aquí y luego retirarme.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Quienes?
—Los guardias.
—¿Qué guardias?
—De Zaveria.
Irritada, me acerco para inspeccionar las armas de tortura que hay sobre la mesa.
—Veremos sino lo hago hablar —farfullo para mí misma. Se remueve.
—Espere —pide entredientes. Con las manos temblorosas por la ansiedad, remuevo los cuchillos, las pinzas, las cadenas, el collar de púas, el tenedor de herejes.
—Eso es lo último que haré. Esperar y perder el tiempo.
Levanto el látigo de flagelación. El cuero está adornado con ganchos y clavos metálicos para desgarrar la piel o causar el mayor daño posible.
—Hablaré ¿de acuerdo? Hablaré, pero deje eso —articula rápido y agotado por los golpes. Sonrío de lado. Antes de voltear, regreso a mi expresión fría.
—¿Está seguro? Si regreso a esta mesa por segunda ocasión, no me detendrán sus súplicas —aviso muy en serio. Lo piensa solo dos segundos pero lo percibo como a una eternidad.
—Estoy seguro.
—Pues le conviene —Me cruzo de brazos en frente suyo, sin soltar el instrumento que aún no estreno. Asiente vacilante—. ¿Por qué lo escogieron a usted para ser el cebo?
Presiona sus labios antes de decir:
—Porque no podía negarme. No me pidieron permiso, me obligaron —escupe las palabras. Ladeo la cabeza.
—Era un prisionero en Zaveria —confirmo mis sospechas. La sorpresa arruga su rostro.
—Sí —vacila— ¿cómo lo supo?
—Por la cicatriz en su ceja y la otra en el costado izquierdo del abdomen —Las apunto—. Supuse que no se las hizo jugando a las espadas con sus hijos.
No debo analizarlo demasiado para estar segura de que he acertado. Traga saliva.
—No tengo hijos.
—Hábleme de su pueblo.
Hace una pausa antes de preguntar:
—¿Qué...qué es lo que quiere saber?
Lleno de aire mis pulmones.
—Cuántos bosques, árboles, montañas, lagos, ríos, serpientes, hombres lobo, aldeas, y personas habitan allí. Si recuerda algo más, también dígamelo.
Abre mucho los ojos, incluso el del moretón. Está algo sacudido a causa del desespero que se escapa por el tono de mis palabras. Me da igual que lo note, después de todo, es hombre muerto. Me mira fijo, temblando, no lo había hecho de manera tan evidente hasta ahora; respira de forma irregular, pero más importante, sin hablar. Me domina la impaciencia más rápido de lo normal. Porque sí, suelo cocinar a fuego lento los interrogatorios y torturas, deshilachando con precisión cada mínima y pequeña verdad oculta entre las sombras, sin embargo, el hecho de haber caído en una trampa del rey Whitam me impulsa a golpear con el instrumento, su ya lastimado rostro.