Hace años, hubiera dicho que la única forma de quitarle a un rey su territorio, era iniciando una guerra. Me temo que hace un año, no tenía a todo el reino en mi contra. Hace un año, el rey Tedric Whitam no era un enemigo y no deseaba verme muerta antes que iniciar una guerra en mi contra. Tedric ha escogido jugar sucio, prefiere que muera en lugar de sacrificar o arriesgar a su gente por luchar contra los míos. Esto es lo más simple para él, lo sé, porque estando bajo tierra, mi pueblo no se opondrá a que el rey vecino y perfecto, los gobierne. No se opondrán a que la persona que les envía alimentos o esperanzas, los reine y dirija; en cambio, a mí me destronarían en un santiamén y festejarían mi fin durante años. En una guerra, mis propios soldados, a excepción de Kosevic, no apoyarían mi causa, y dos contra cientos, es una pérdida de tiempo. Por eso no tiene sentido seguir la ley en este caso tan particular.
—Esta es la última vez que lo pregunto —Elevo la voz— ¿quién reemplazó el azúcar por Hemlock?
Camino de izquierda a derecha. Mis cocineros, las mucamas y los sirvientes, están en fila frente a mí, con las cabezas gachas y temblando. Solo uno tiene el descaro de mirarme como si fuese una paranóica.
—Grecton —Desorbita los ojos. Nunca los llamo por su nombre, de hecho, aún creen que no me los sé. No me interesa aclarar lo contrario.
—¿Si, reina Roskel?
—¿Tienes algo qué decir? —me acerco con mis palmas unidas al frente. Se tensa.
—No, señora.
Esta mañana en el desayuno, me disponía a beber un té mientras esperaba a que el rey hiciera acto de presencia. La textura y el peculiar aroma del azúcar, me llevó a olfatearlo para descubrir lo que presentía. En mi castillo también intentan liquidarme. Sin mencionar a Tedric Whitam, claro. He hablado con todos los trabajadores de la cocina, claramente han sido los primeros sospechosos. Tres palabras me han bastado para descartarlos a todos y a cada uno, por lo que mis opciones se reducen al personal de limpieza. Los guardias son la última opción, solo porque Kosevic cree en ellos, yo no tanto. Inspecciono al muchacho de pies a cabeza, sus hombros se tensan.
—¿Tú sabes quién dejó esa mugre en mi desayuno?
Lanza una mirada a sus compañeros y presiona los labios. Niega con la cabeza.
—No te escucho.
—No. No lo sé.
Lo miro fijo, mi expresión no demuestra cuánto deseo escupirle en la cara. Lo pienso un instante y digo:
—Zayda. Da un paso al frente —Grecton se espanta. La adolescente obedece precavida.
—¿Si, su alteza?
Puedo escuchar como aumenta su pulso. Y no el de ella.
—Luego de los sorteos de hoy, serás ejecutada por atentar en contra de la corona.
No dice nada, contrario a Grecton.
—¿Qué dice?
—Lo que escuchó.
—¿Qué? Pero no puede hacer eso. No tiene pruebas de que ella lo haya hecho.
—Las tengo —me acerco a la chica, una de las tantas que salió sorteada el último mes. Lleva su vestido negro hasta los pies como todas las criadas y el delantal blanco perfectamente liso, sin una arruga, ni siquiera manchas. El cabello cubierto por la coifa, está recogido en un moño alto, no se le escapa ni una sola hebra. Mantuvo su mirada en el suelo desde el momento en que pisó el salón del trono. Me inclino lo suficiente como para poder olfatear sus prendas—. Hemlock. Tan claro como el agua.
El jardín real no solo contiene plantas y árboles muertos. Hace varios meses me he encargado de que restauren un sector, solo para sembrar las flores y hierbas más letales posibles. He estudiado cada síntoma y roncha que puedan provocar, también reconozco los aromas. Las Hemlock son unas flores blancas que, molidas y mezcladas con azúcar, pasan perfectamente desapercibidas. Menos para alguien obsesionada con ellas.
—Imposible. Ella es inofensiva ¿no se da cuenta?
Lo escrutinio.
—¿Por qué sigues hablando? —es una advertencia, y en serio no querrá que lo repita. Reacciona como si se tratara de su propia sangre, pero apenas se han conocido al pisar mi castillo.
—Señora…por favor.
Lo ignoro y hago un gesto a Kosevic y a Lykos, cada uno sostiene a Zayda de un brazo. Ella no ha abierto la boca. No encuentro pánico, no forcejea ni grita. Solo hay resignación, no decido si es sorprendente o extraño. Se mantiene estática en el lugar a pesar de mis palabras.
—Recibirás diez azotes en la plaza. Luego te colgarán por atentar en contra de la corona.
—No es justo —insiste Grecton.
Vaya vaya, parece que alguien amaneció con ganas de perder sangre que le sobra de su sistema. Primero giro mi cabeza hacia él, coloco las manos tras la espalda y elevo el mentón. Su rostro no es agraciado, por el contrario, tiene la nariz desviada, como si se le hubiera roto en más de una ocasión. También lleva un rasguño en el cuello. Camino los cinco pasos que nos separan con una calma que no poseo. El silencio se llena solo con mis pisadas y las respiraciones irregulares del personal.
—¿Qué has dicho? —pregunto al ponerme justo frente a él. Retrocede un paso.
—Yo solo…solo creo que debería investigarse esta situación de una forma justa.
Podría burlarme en su cara, pero lo único que decido hacer es articular:
—¿Acaso quieres morir junto a ella?
Sacude la cabeza muchas veces.
—No, por favor reina.
Muerdo mi mejilla. Mis ojos negros lo intimidan lo suficiente como para que agache la cabeza de una vez. Me temo que es muy tarde como para disipar las ansias que me consumen por recordarle cuál es su lugar. Los sirvientes le lanzan miradas por ser todo un insensato. Decido —más por mi ira que por justicia— que sí lo mataré, pese a ello, antes haré una última prueba.
—Por haber abierto la boca, serás tú mismo quien le dé los azotes —Se paraliza—. Luego pondrás la cuerda alrededor de su cuello y arrojarás el banco que sostenga sus pies para que muera asfixiada. O tal vez sea más rápido y se fracture el cuello —alego indiferente. Por fin Zayda muestra una pequeña reacción, aunque solo sea un quejido aterrado.