Hace un año y medio:
El cielo es demasiado azul, en desmesura brillante, su color me recuerda al océano en que me sumergí hace una semana en la isla Prin a la que papá nos llevó. No está bien visto que la realeza haga una escapada a la playa, mucho menos que nade en el mar junto a los peces, pero teniendo en cuenta que mi padre me permite entrenar con mi guardia en medio del bosque, el resto de reglas no le parecen relevantes. El rey Fergus sabe que ese lugar está siempre vacío. Solo habitan manadas que nunca se acercan a las orillas en donde nosotros estamos. Ese día me coloqué un vestido celeste que me llegaba a los tobillos para combinar con el ambiente, y debajo tenía unas medias que cubrían mis piernas para evitar accidentes; no era nuestra primera vez en aquel lugar, a papá le fascinaba salir en familia. Mi mellizo Thailon y su esposa Celestia remojaban los pies junto a sus dos hijas Dana y Daisy, que por genética, también son dos mellizas de apenas tres años.
—Tendrás que presentarlo con papá tarde o temprano Yvett, sabes que no se le pueden ocultar cosas por mucho tiempo, el desgraciado tiene ojos en todo el reino —Me aconsejaba Thai aquella tarde, centrado en darle la mano a Daisy, que intentaba correr hacia el mar entre risas.
—Parece un buen chico, el rey Fergus va a aceptarlo si tu amor hacia él lo convence. Sin importar que sea un campesino o un príncipe —la voz amable de Celestia siempre me había parecido que cargaba una inmensa sabiduría. Ella y mi hermano son de esas parejas que, con tan solo observarlos desde la distancia, te incitan a creer que el destino los ha unido. Están sincronizados. Siempre cerca del otro, aunque solo estén tomados de la mano o rozando sus dedos. Asintiendo de acuerdo a lo que crean o deseen, aconsejando sobre la vida o una sencilla decisión sobre qué mantas resultan más suaves y cómodas para dormir. Algún día tendré lo mismo, lo sé.
Yo solo asentí, con vacilación, pero estaba de acuerdo.
—Lo sé, pero ahora no quiero pensar en eso.
Intercambiaron una mirada que no supe interpretar, como todas las miradas que se lanzan, por supuesto. De todos modos, aceptan dejar el tema. No quiero arruinar la tarde con incógnitas que no se resolverán hasta que hable con el otro involucrado.
Empapo mis pies en el agua. La temperatura fría es sobrecogedora al inicio, pero de inmediato calma el insoportable calor que se experimentaba en aquel sector de la isla.
—Por favor, déjame cargar a alguna de las niñas. Deben aprender a nadar si algún día se convertirán en reinas. Nunca se sabe los desafíos que deberán enfrentar.
—Eres un poco exagerada —Negó mi hermano mientras su esposa pasaba de sus brazos a los míos a la pequeña Dana. Ambas niñas portaban un cabello castaño y largo como su madre, hoy recogido en una trenza. Ninguna heredó el cabello dorado mío o de su padre, eran las criaturas más adorables del reino— ¿Por qué necesitarían aprender a nadar? Yo espero que en el futuro, cuando conozcan a un hombre, ellos velen por su seguridad, sin exponerlas a nada que suponga peligro.
—Bueno, la vida puede sorprendernos siempre, hermano —concluí enfocada en la niña que se abrazaba a mi cuello para no tolerar las bajas temperaturas del mar acariciando sus piernas. Ambas niñas eran distintas en eso. Dana tan temerosa como amable y Daisy tan indomable e intrépida. No era broma lo de enseñarles a nadar así que cuando acabé con una, continué con la otra; no sin interrupciones constantes de mi hermano, que jugaba con sus manos sudorosas ante el agobio de que se ahoguen por un descuido mío. El agua apenas me llegaba a las rodillas, empero él siempre ha sido el más exagerado de los dos.
En fin, ahora me dedico con el mencionado campesino Howard, a encontrar formas en las nubes del bosque Trescot por pedido suyo. Le fascinan los planes románticos tanto como a mí verlo con esa sonrisa risueña.
—No comprendo, ¿en dónde le encuentras forma de ave? —cuestiono con una diversión inevitable plasmada en mi voz. Estamos acostados uno junto al otro en el césped. Nuestros brazos se tocan, a ninguno le resulta atractiva la idea de apartarse.
—Mire —apunta al cielo—, esa parte son las alas y esa otra el pico. Está despegando vuelo, alteza.
Una risa escapa de mis labios.
—Tienes más imaginación que mis sobrinas.
—¿Eso es bueno o malo?
—Es…peculiar, pero bueno.
Asiente divertido.
—¿Le ha gustado el sándwich? —consulta luego de una pausa.
—Oh, por supuesto, el queso más delicioso que he probado en mi vida —El recuerdo me hace relamer los labios.
—Bien. Perfecto.
Falla en su intento por disimular el suspiro aliviado, podría revolear los ojos si mamá no me hubiera condicionado para evitar el impulso, ya que resulta de mala educación. Puedo imaginarlo hoy en la mañana preparándolo con pinzas, cortando el jamón en porciones perfectas, afilando el cuchillo para dividir el pan en dos partes con cuidado y, una vez listo, envolviéndolo en el paño de algodón más suave que consiguiera. Le he repetido que no me interesa encontrar la prolijidad en un almuerzo, empero insiste en que una futura reina no merece menos; es de las cosas que más me gustan de él, su esfuerzo en cuidar los detalles, en hacerme pasar un lindo momento a su lado que no olvide en días. Aunque suele esforzarse en exceso.
Hemos ido de la mano incontables veces cuando estamos a solas, me ha acariciado la mejilla y susurrado cosas al oído sin quejas de mi parte, aún así, no me acostumbro. La sensación es tan intensa que me pone lo suficientemente nerviosa como para tartamudear como una niña y anhelar su presencia a cada minuto.
—Podría quedarme así para siempre —murmura. Su tono sereno es agradable, agasaja mi alma.
—Sería maravilloso.
Me mira de reojo, juego con mis dedos apoyados sobre el estómago.
—A veces siento que verla una vez a la semana no es suficiente, alteza —admite. Río para ocultar mi inesperada timidez y niego.