El amargo sentimiento era inevitable. Presiono los dedos de mis pies para no sacudir las cadenas que delatarían mi alteración. Imágenes sangrientas aparecen en mi cabeza y su rostro sin color es el protagonista. Río con esfuerzo.
—Si me conoce tanto como presume... sabe que eso no sucederá jamás. No olvide dónde está parado ni de quién sigue siendo este reino.
Retrocede un paso y se cruza de brazos.
—Lo sé muy bien. Intentaron envenenarla en sus propias narices, Yvett. Su pueblo la odia. Mucho.
—Y también sabrá cuánto me importa eso —rebato—, y cuánto poder poseo entre mis manos. Usted no va a conseguir ninguna ejecución pública, ¿entiende?
—Ejercer miedo entre la gente es todo lo que sabe hacer —se burla—. Eso no es poder.
—Miedo, poder... ¿quién los diferencia?
Baja los brazos sin cortar el contacto visual.
—Podría cortarle las cuerdas vocales para dejar de escucharla, así como hizo con Zemir.
Sus intentos de amenaza son hasta divertidos.
—Apuesto a que nunca lo ha hecho. ¿Sabe que puedo morir desangrada antes de que usted consiga su ejecución pública, verdad?
—Pues me fascina ser quien decida eso —hace una pausa lúgubre—, el control que tengo sobre su vida y su muerte.
De repente, saca algo dorado de atrás. Mi daga. La veo claramente grabada con el apellido Roskel. La estira hacia mi cuello con mano firme. El susurro de la ira circula de la punta de mis pies hasta la cabeza.
—Usted sí que la mantiene bien afilada —sin prisa, acerca el filo a mi vena y la acaricia con la punta fría como este lugar—. Es tentador, ¿sabe?
Sus ojos solo miran mi cuello, contrario a mí que, sin pestañear, dirijo la mirada a su postura contenida.
—Si me mata, nunca sabrá en dónde está el cuerpo del prisionero.
Se lo recuerdo con la intención de ventilar un poco sus deseos asesinos. Conozco con lucidez cómo se siente la primera vez, y es intenso. Debo mantenerlo a raya, Tedric nunca ha asesinado a alguien, empero veo cuánto quiere hacerlo. No es ni la mitad de peligroso que yo ni tampoco lo anhela más. Aun así, no me fiaré de él. No haber asesinado no significa no saber hacerlo, y ya ha demostrado en más de una ocasión que sí sabe usar un arma.
—Tranquila, no se asuste —se mofa—, antes de hacerlo le quitaré su ubicación de la boca. Como dé lugar.
Cambia la posición del arma y la coloca sobre mi mejilla. Juro que una comisura tira de sus labios antes de que un estruendo nos sobresalte, provocando un tajo en mi cara; me quejo por el corte inesperado.
—¡Abran la puerta!
—Me vengaré por esto, Whitam. —Me ignora y se coloca detrás de mí. La daga vuelve a mi garganta, envuelve su mano libre en mi trenza sin vacilar. De nuevo golpean la puerta.
—¡Largo de aquí!
Otro golpe y gritan:
—¡La tiraré abajo!
La puerta vieja de madera cede ante las patadas fuertes que hacen sacudir medio castillo, demostrando que sus palabras no eran una simple amenaza. Kosevic, con otro hombre calvo y robusto en frente suyo que no deja de llorar, ingresa a mi celda. Así como a mí, lo apuntan con un objeto cortopunzante cerca del rostro. Se extiende una pausa en la que todos nos miramos entre sí y procesamos la particular situación. Mi escolta es consciente del arma que reposa en mi cuello y el corte en mi mejilla. Incluso del agua en mi sucia vestimenta. Ahora mismo no luzco como la mujer más poderosa de todos los reinos.
—Lamento la interrupción, rey —inicia, más agitado que nunca aunque sin borrar su cortesía—, pero comprenderá que me he espantado. No hallaba a la reina.
—¿Qué hace con ese hombre? Suéltelo.
—Lo mismo que usted con la reina. Me temo que si no aleja el arma de ella, su cocinero acabará peor.
—Asher, si no recuerdo mal —alego, y este asiente como puede, mas mi atención está puesta en mi escolta. Le lanzo una micro sonrisa para dejarle en claro que estoy más que estupenda. Perfectamente.
—No me alegrará hacerlo, pero le aseguro que su cocinero saldrá muy herido si no se aleja de ella —baja el tono—. También puedo afirmar que no me interesan las consecuencias.
La gratitud no me cabe en el pecho. Jamás dudé de que llegaría a mi amparo.
—¿Cómo descubrió que estábamos aquí? —pregunta, como queriendo que olvide sus intenciones sangrientas.
—Cierta persona me dio una mano —sugiere altivo, y la presión del filo en mi rostro se afloja un poco.
—¿En dónde está Edgar?
—Revolcándose del dolor en el suelo.
—Miente.
—De hecho, creo que el esguince en su pie se ha convertido en un hueso roto.
—No lo haría —titubea.
—Así como tampoco le clavaría este cuchillo en la garganta a mi amigo Asher, ¿verdad?
Tedric presiona el mango en un silencio que empleo para inspeccionar el estado de Kosevic. Luce mejor que esta mañana, aunque no sé qué tanto o si es recomendable que se exponga a este tipo de situaciones tan pronto.
—¿En dónde está?
—Sufriendo en su alcoba, así que aleje el arma de Roskel antes de que...
—Ya entendí —lo corta—. Deje ir a Asher y yo me alejaré de la reina.
El cuerpo de Kosevic se afloja un poco.
—Usted primero.
La incertidumbre no se hace esperar demasiado cuando, a regañadientes, retrocede un paso. Con mucho cuidado, claro, no vaya a salir Asher herido.
—Arroje el arma —le dice Kosevic, y agradezco que no olvidara ese detalle. Tedric lo hace.
—Perfecto. Ha sido un placer negociar con usted, alteza.
Lanza al cocinero sin delicadeza al suelo. Este se levanta limpiándose las lágrimas con el dorso de su mano, sale corriendo como si la muerte le siguiera las espaldas y alegando que en este castillo estamos todos locos. Tedric no tarda en seguirle el paso luego de lanzarme una mirada colérica pero concisa. Esto no ha terminado ni está cerca de hacerlo.
Mi escolta se arrodilla frente a mí para desatar las cadenas con unas manos temblorosas que no noté antes.