—¿Usted ha salido allí afuera y buscado a esa mujer en persona, en su hogar?
No me gusta dirigirle la palabra a quien más conspira en mi contra, menos cuando me mantuvo encadenada por más de diez horas. Aún quedan sombras del sabor metálico y aplastante sellando mis labios a causa del instrumento que me impedía hablar. A mí. La reina de Vogoryn, silenciada en contra de su voluntad. No parece posible despreciar aún más a otra persona, pero yo soy la prueba de que sí.
Eso me recuerda a Edgar, un insignificante escolta que se atrevió a golpearme. Les he ofrecido mi castillo por tiempo ilimitado para que hallen a su hombre perdido, pero solo he recibido maltratos y humillaciones.
—Sabe, usted es un constante sube y baja de impredecibles, rabia y perturbación.
Su tono frustrado no me impide acelerar el paso por los pasillos. Tengo una importante reunión en cinco minutos y mil cosas que hacer durante el día. Lo último en mi lista es hablar con el rey. Ni siquiera está en ella.
Me detengo frente a las dos puertas de madera y los dos guardias se inclinan. Es la sala de interrogatorios.
—Que nadie entre ni interrumpa —les digo, con una clara indirecta dirigida hacia Tedric. Asienten y, cuando las puertas se abren, lo único que él consigue ver dentro es a la niña acurrucada en su silla frente a la mesa rectangular. Su absurdo semblante inquieto es satisfactorio, por lo que debo concentrarme para mantener el rostro neutro. Cuando las puertas se cierran, aún desearía poder verlo. Patético.
Elevo el mentón y me coloco en la silla delante de ella. Las telas de su vestido blanco son finas, en el mal sentido. Su cabello es largo y oscuro, mismo que utiliza para cubrir la mitad de su cara. Luce tan temerosa como confundida al encontrarse por primera vez en un castillo y, aún peor, en mi presencia; sus ojos miran sus manos y uñas, tan empolvadas que, apuesto, visitan seguido las construcciones a medio hacer cerca de mi castillo. Intuyo que su padre trabaja allí como buen pueblerino, construyendo la iglesia en la cual rogarán por mi piedad algún día.
El hombre de pie junto a mí se aclara la garganta.
—Majestad.
Dejo de inspeccionar a la niña, mas no alcanza para calmar la rigidez de sus hombros. Vittero Cain es uno de los hombres que salió en los últimos sorteos, es de los pocos que no armó un escándalo con gritos aquella mañana. Algo inusual pues, por mucho que busqué entre el público, su familia no parecía estar presente. También es un gran artista, por lo que ya le he explicado exactamente lo que necesito que haga. Le indico que tome asiento junto a mí. Es incluso más rubio que yo y tiene tal vez seis años más, su rostro lleva una ligera barba y su altura es promedio.
Conozco poco de él, es quien mejor controla su boca, sus gestos y sus emociones, nunca exterioriza debilidades. Solo una vez he apreciado algo distinto en su conducta: precaución y... pena. Quiero decir, ahora mismo, y está dirigido a la niña. Entrecierro los ojos. Imágenes súbitas llegan a mi cabeza, pues Vittero me recuerda a alguien.
Inhalo profundo antes de hablar.
—Te llamas Hayley Muhren —afirmo—, tus padres, Xenia y Orion Muhren, son los mismos que siempre inician revuelos durante los sorteos. Los conozco bien.
Podría incluso agregar lo negligentes que siempre han sido con sus otros cinco hijos, que hablé con ellos en más de una ocasión hace años, lanzaban comentarios descorteses y no tenían nunca el mismo trabajo, pero una niña no tiene la necesidad de comprenderlo.
—¿Quieres volver con ellos, cierto?
Vittero eleva una ceja disimulada en mi dirección, sin embargo, sigo pendiente de Hayley. Dirige su atención hacia mí, sus ojos marrones buscan algo en la habitación; como si anhelara que sus padres aparecieran camuflados en la pared de sorpresa, luego asiente.
—Bien. Pero me temo que antes necesito un pequeño favor de tu parte —menciono precavida—. Tus padres están ansiosos por verte, pero saben lo importante que esto es para su reina y serán pacientes.
Otra cosa que no debe saber es el altercado mal organizado de sus padres y parientes fuera de mis muros para que devuelva a Hayley. La encontraron jugando con otros niños cerca de los muros y testigos corrieron la voz respecto al momento en que Marlow sujetó su mano para conducirla aquí entre palabras tranquilizadoras y promesas de conocer el inmenso castillo.
—Solo unas preguntas y podrás irte con ellos.
—¿Lo prometes? —Habla por fin y, lo que dice, me sobresalta sin motivo aparente. Esto debe acabar cuanto antes.
—Lo prometo —Trago saliva. Hago una pausa antes de continuar—. ¿Recuerdas al hombre que viste antes? ¿Al de la máscara que te entregó una nota?
—Sí, lo recuerdo.
Vittero apoya su libreta y lápiz en la mesa. Comienza a dibujar cada detalle respecto al físico, a la altura, aroma, género y el tono de voz que la niña recuerda. Ni por un instante deja de jugar con un mechón de su cabello, un gesto que, intuyo, hace por nervios, pero a pesar de eso, está abierta a colaborar. Como si el hecho de prometer su libertad a cambio la aliviara. Como si una promesa fuese algo irrompible. Es la reacción de más pura inocencia e ingenuidad que he presenciado en un año y seis meses; mi pecho es envuelto con cierta calidez que descarto en cuanto asoma un hilo de luz entre mis penumbras. Sacudo la cabeza y me pongo de pie en cuanto acabamos con las preguntas.
—Devuélvanla con sus padres —le aviso a uno de mis guardias mientras camino hacia el patio de armas con el dibujo de cuerpo completo del sospechoso, y el chico dibujante regresa a sus tareas matutinas. La ilustración pasa mano por mano hasta el último de mis soldados, que están formados en una fila alineada frente a su reina.
Huelo el sudor en sus vestimentas. Estaban entrenando como si el enemigo estuviera a punto de secuestrar sus hogares, así le he encargado siempre al comandante Dimon que los prepare. Día y noche. Quienes no lo hacen ahora mismo, es porque les toca custodiar o patrullar en los alrededores.