Prólogo
Jonathan
Hoy me pegaron otra vez.
No sé por qué. Solo iba caminando con mi mochila colgando de un lado, porque el cierre ya no sirve. Ni siquiera les dije nada. Solo me vieron, y ya.
—¡Eh, rata de alcantarilla! —gritó uno, y yo supe que era para mí.
Antes de correr, uno me empujó por la espalda. Caí de rodillas, y la tierra me rasgó los pantalones. Sentí que se me llenaron los ojos de agüita, pero no lloré. No frente a ellos.
—¿Por qué siempre traes los zapatos sucios, mocoso? —dijo otro. Me pateó la pierna. Me dolió. Mucho.
Quise taparme la cara, pero ya me estaban jalando la mochila. Me dieron un manotazo en la nuca. Solo escuché risas burlonas.
Pensé en gritar, pero nadie me hubiera escuchado. Nadie escucha lo que pasa en aquel pasillo de atrás, donde guardan los botes de basura, que siempre está solo.
Me quedé callado. Como siempre. Como me dijo papá. Que si no contestas, se aburren. Pero no se aburren. No todavía.
Después de un rato, se fueron. Dejaron mis cuadernos regados. Uno cayó en un charco. Tenía dibujado un dragón en la portada. Ahora el dragón está borroso, como si llorara también.
Me levanté despacito. Me dolía la rodilla. Tenía tierra en la cara y ganas de irme a mi casa. Pero apenas era martes.
Recogí mis cosas sin decir nada. Ni siquiera me fijé si me faltaba algo. Solo agarré todo rápido y me fui directo al salón. La campana de entrada ya había sonado.
La maestra me miró cuando entré. Me vio la ropa sucia, la cara con tierra. Pero no dijo nada. Solo frunció los labios, como siempre.
—Llegas tarde, Everhart —dijo.
—Sí, maestra —respondí bajito, y me senté en mi lugar.
Mi banca está junto a la ventana. Me gusta mirar para afuera cuando no entiendo lo que pasa en clase. Afuera siempre hay un árbol con pájaros. Uno tiene plumas rojas. Le puse nombre: “Rojito”.
En clase de matemáticas no entendí casi nada. Hablaban de divisiones. Me quedé mirando los números y pensaba en el dragón de mi cuaderno, el que se mojó. Parecía que ya no quería pelear.
A la hora del recreo, no salí. Me quedé sentado, comiendo mi desayuno. Estaba frío, pero sabía bien. Un niño pasó y dijo: —¡Mira al cerdo comiendo solo!
Los otros rieron. Yo solo le di otro mordisco a pan tostado, despacito, como si no escuchara. Pero sí escuché.
Después tuvimos ciencias. Hablamos de animales que viven en los bosques. Yo levanté la mano para decir que una vez vi un lobo en la carretera, pero la maestra no me vio. O no quiso verme. Bajé la mano despacio.
Así siguió el día. Palabras que no entiendo. Risas que sí. Golpes que duelen, aunque ya no sean tan fuertes. Y todo en orden, como siempre.
Hasta que sonó la campana.
Me paré despacito, guardé mis cosas como pude, y salí al patio. Todos corren, gritan, se empujan. Yo no. Yo camino por la orilla. Siempre por la orilla.
Salí por la reja del frente. Afuera, el sol todavía está alto, pero ya empieza a cansar. Seguí caminando a casa, con el sol pegándome en la espalda y la mochila colgando de lado.
Cuando llegué a casa, mi mamá estaba en la cocina, revolviendo algo en la olla. Olía a espagueti.
—¿Otra vez llegas así? —preguntó volteándome a ver de reojo.
—Me caí —mentí. Siempre digo eso.
Papá estaba sentado en el sillón, con su mirada cansada y la televisión bajita. Al verme, alzó la vista, y su expresión endurecida por el día cambió de inmediato. Se levantó con lentitud, pero con apuro en los pasos, y se acercó a mí. Su rostro se suavizó con una mezcla de preocupación y ternura. Sin decir nada al principio, sacó un pañuelo del bolsillo de su camisa y empezó a limpiarme con cuidado, quitando el polvo de mi cara.
—Tienes que tener más cuidado, hijo —dijo en voz baja, casi como un suspiro. Revolviendo mi cabello.
—Ve a lavarte y a cambiarte cariño—dijo mamá, como siempre con una voz suave y calida.
Subí las escaleras despacio. Las piernas me dolían y tenía la rodilla raspada. En el baño me limpié como pude, con el agua fría salpicándome el uniforme sucio. No lloré ahí.
Tampoco llore en la cena. Las risas que inundaban la mesa al contar las cosas que hicimos en el dia, me aliviaban por un momento, aun que yo reía de los decían mis padres y lo que yo inventaba para que ellos no se preocuparan.
Cuando se hizo noche, mamá me pido lavarme los dientes antes de irme a dormir.
Entré a mi cuarto y cerré la puerta con cuidado. Me tiré en la cama boca abajo. Abracé la almohada. El llanto se me escapó, suavecito, como si mi alma se deshiciera poquito a poquito. No grité. Solo mojé las sábanas con los ojos cerrados.
Encendí la televisión. Siempre lo hago. Para que no se escuche. Para que no se escuche cómo lloro.
Había una caricatura, no me acuerdo cuál. No la estaba viendo. Solo escuchaba las voces de fondo mientras el nudo en la garganta bajaba poquito.
Editado: 22.08.2025