«Sonido de alarma.»
—¡Dios! ¿Tan rápido amaneció ya? —Extendí mi brazo para apagar la alarma. Me sentía tan cansado a pesar de haberme dormido temprano. Era como esas veces en que sientes que no has dormido nada, aunque sí lo hayas hecho. Es viernes, y eso me alegraba mucho; hoy tenía práctica de tenis y no tenía que ir al instituto.
Hice el mayor de mis esfuerzos para levantarme de la cama y salir a correr a las cinco de la mañana. Solía salir a correr todos los días a esa hora para comenzar mi día activo. A esa hora, solía ser el primero en levantarme un viernes; mis padres aún dormían y mi hermana Angi no era la excepción. Me coloqué mi ropa para ir a correr; solo faltaba llevar mi termo de agua. Me demoraba solo unos cuarenta y cinco minutos y luego ya estaba en casa otra vez. Cuando llegaba, me encontraba con mi madre en la cocina preparando el desayuno.
Mi madre no permitía que nadie más se acercara a su cocina sin su consentimiento; simplemente, no le gustaba. No sabía por qué no me dejaba entrar a su cocina a prepararme algo o, espera, creo que ya me acuerdo del porqué. Cuando tenía siete años, me quedé solo con mi papá en casa. Yo tenía mucha hambre y quería comer huevos, así que, por miedo a encender la cocina, mi mirada se centró en el microondas que la abuela le obsequió a mamá y yo no sabía usar. Llevé dos huevos al microondas dentro de una taza de plástico con mucha agua, "¡y a cocinar!". Todo iba tan bien hasta que el microondas explotó. Sigo pensando que todo fue culpa de mi padre por no darme el cereal cuando se lo pedí; siempre estaba ocupado.
—¡Buenos días! —dije a un señor que casi siempre me encontraba en el camino. No solía ser el chico sociable y extrovertido que me encantaría ser, pero la educación no podía faltar.
Cuando llegué a mi parada, sí, al parque, solía utilizar las máquinas del "parque del pueblo", por llamarlo así, para hacer un poco de ejercicio. Cuando me sentaba en el banco donde acostumbro a descansar un rato antes de volver a casa, solía llegar una anciana —no tan anciana— que hacía el papel de policía. Solía interrogarme sobre mi vida y platicarme de la de ella. Era una amistad muy linda con esa señora; era muy dulce, pero hoy no había aparecido. A veces solía tardar cinco minutos como máximo en llegar, pero esta vez no llegó. Su nombre era Teresa, una señora con cabello corto al estilo de los setenta u ochenta, tal vez, y siempre tenía un olor a nueces. No mentiré al decir que sí me agradaba hablar con personas mayores.
Mi alarma comenzó a sonar para avisarme que ya era hora de retornar y volví a correr hacia mi casa. No solía ser un chico muy interesante, pero el amanecer en mi ciudad me hacía sentir como una especie de escritor o poeta; era como una conexión con la naturaleza, ni yo sabía cómo llamarle, pero me gustaba mirar el cielo y sentir la inspiración. Salía a correr para despejar mi mente y escapar de la tortura de mis pensamientos, aunque a veces los intentos solían ser inútiles. Soy muy depresivo en toda su expresión.
Conocía a muchas personas, pero eso no significaba que todas fueran mis amigas. Era el capitán de fútbol en mi instituto, por las tardes practicaba tenis, uno de mis deportes favoritos, y cuando estaba sobrepensando mucho las cosas, iba a mi lugar seguro llamado Gimnasio. Soy una mezcla de colores opacos y tristes que reflejan la soledad y lo aburrido que soy. No solía ser así, pero siempre suceden cosas en nuestras vidas que nos hacen tomar formas que no pensamos que podemos ser.
—¡Hola, madre!
—¡Hola, hijo! ¿Cómo te ha ido? —Como dije, mi madre ya estaba en la cocina preparando el desayuno.
—Todo bien.
—¿Quieres desayunar ahora o...? —no la dejé terminar para darle mi respuesta.
—¡No, mamá! Primero voy a ducharme y luego bajo a comer, ¿sí?
—Ok, como quieras —mamá sonrió.
Subí las escaleras del inmenso imperio llamado hogar para llegar a mi habitación y me encontré con mi hermana en el pasillo. Angi es mi única hermana y, para colmo, es la mayor. Para ser la hermana mayor, era la cabecilla macabra de toda la familia.
—Huele a perro remojado por aquí.
—¿Quién lo dice? —dije mirándola mal.
—Lo digo yo, ¿o acaso sueles ver a alguien más por aquí aparte de nosotros dos?
—Ah, sí, lo dice la chica súper sifrina que desayuna sin lavarse los dientes, ¿ella? —conseguí lo que quería, hacerla enojar—. ¿Es esa la chica que habla de mi olor que solo ella puede oler? —conseguí hacerla enojar y simplemente me ignoró y se fue.
Angi solía ser mi mejor amiga, mi amiga de chismes, mi amiga de travesuras extremas y a veces mi peor enemiga. Sin importar que me saliera súper caro las veces que le pedía un favor, teníamos una buena relación de hermanos.
Llegué a mi habitación para darme una ducha. Me gustaba ducharme con agua fría, no helada, fría. Ya solo faltaban diez minutos para ser las siete de la mañana y que Liam se apareciera por la casa. Liam es mi mejor amigo desde el jardín de niños. Justo vive al lado de mi casa y es un hermano más y otro hijo para mis padres; era normal tener a Liam en la casa, aparecía sin invitación y se iba cuando quería sin decir nada, simplemente, Liam.
Juntos jugábamos tenis en el centro deportivo de la ciudad. A comparación de mí, él solía ser más extrovertido y hacerse sentir en cualquier lugar donde estuviera. Era el chico que conoce a todo el mundo y todo el mundo lo conoce a él. Liam vive con su mamá y su abuela. El padre de Liam falleció hace años por una causa que se desconoce al sol de hoy, pero sin importar eso, es un increíble amigo.