Sombras en el silencio.
—Te lo dije, Luca. Lo que pasó esa noche, después del primer beso, me marcó de una manera que nunca imaginé. Todo pareció detenerse. El tiempo, el aire, hasta la luz que entraba por las rendijas de la ventana. Fue como si el mundo se hubiera transformado por completo. Yo no sabía si lo que había sucedido era real o si mi mente había inventado todo.
Azul entró al edificio antes que yo, y yo, al quedarme allí un momento más, me quedé parado, como si algo en mi interior no me dejara moverme. Respiré profundo, con las manos aún temblando levemente. Mi cuerpo no lograba entender qué había pasado. Me dirigí a mi departamento, pero cada paso hacia la puerta parecía más pesado que el anterior. Como si me acercara a una verdad que aún no estaba listo para entender.
Abrí la puerta de mi departamento y la cerré suavemente detrás de mí, pero no pude dejar de sentir que ella seguía ahí, cerca. El beso, su mirada, todo eso me rondaba sin cesar. ¿Qué significaba todo eso?
Esa noche, la realidad se hizo más difusa. Mi mente no paraba de dar vueltas. Pensaba en Azul, en su sonrisa, en sus palabras, en esa mirada que parecía seguirme. Y de repente, los recuerdos de los días que habíamos compartido cobraban un significado distinto. Esas miradas furtivas, esos silencios que habíamos compartido, se volvían algo más, algo que no sabía cómo clasificar.
Pensé en lo que ella me había dicho sobre cómo la vida encajaba en el momento correcto, como si todo tuviera un propósito, como si todo fuera un destino que nos estaba empujando. Tal vez algo de eso tenía sentido. Tal vez todo lo que había sucedido nos había llevado a ese beso, a ese instante. Pero, aún así, no podía dejar de pensar en lo que eso realmente implicaba.
Al día siguiente, todo parecía más tranquilo, pero de alguna forma, todo había cambiado. Azul y yo ya no nos cruzábamos solo en el parque o en los pasillos del edificio. Ahora, cada vez que nos veíamos, había algo diferente, algo que no podíamos ocultar. Aunque intentáramos ser discretos, la chispa entre nosotros era inconfundible.
Caminábamos cerca, nuestras conversaciones ya no eran sobre lo cotidiano. Había algo más, una complicidad que nunca antes había existido. Nos veíamos más a menudo, y en cada encuentro había una tensión creciente, un anhelo sin palabras, algo que no se podía disimular.
Pero al mismo tiempo, la relación entre nosotros se volvía más compleja. Nos conocíamos, sí, pero había algo que no nos atrevíamos a tocar. Azul no era como las demás personas, y yo lo sabía. Había algo en ella, una calma extraña que contrastaba con la intensidad de sus ojos. A veces sentía que quería decir algo, pero no encontraba el momento adecuado. Yo, por mi parte, me limitaba a ser paciente. Esperaba a que ella decidiera hablar cuando estuviera lista.
Una tarde, después de compartir un café en el parque, Azul me acompañó hasta la puerta del edificio. La luz del atardecer iluminaba su rostro suavemente, y en ese instante, mientras caminábamos juntos, no pude evitar sonreír. Verla tan tranquila, tan serena, me hizo pensar que todo estaba bien. Pero algo en su expresión me decía que, aunque parecía estar en paz, había algo dentro de ella que la alejaba.
—Te veo diferente, Azul —le dije, sin pensarlo, mientras la miraba—. ¿Todo está bien?
Azul me miró con una sonrisa tímida, pero sus ojos me dijeron algo diferente. No respondió de inmediato, solo dejó escapar un suspiro, como si las palabras estuvieran a punto de salir, pero no se atreviera a decirlas.
—Todo está bien —respondió finalmente, pero su tono me pareció vacío. Como si esas palabras no significaran nada para ella en ese momento.
La dejé entrar al edificio, y mientras veía cómo se alejaba, no pude evitar preguntarme si estaba ocultando algo. Azul nunca había sido completamente abierta conmigo, pero tampoco lo había sido con nadie. Había una barrera invisible a su alrededor, una pared que solo se rompía en momentos específicos, cuando se sentía lo suficientemente segura como para dejar entrar a alguien en su mundo.
Esa misma noche, algo sucedió que cambió todo entre nosotros. Estaba en mi departamento, leyendo un libro, cuando escuché algo que me sorprendió. Un grito. Una discusión fuerte. No era raro oír voces de los departamentos cercanos, pero esta vez era diferente. Era la voz de Azul, alterada, y por un momento me quedé paralizado. No sabía si debía intervenir o quedarme en silencio. La conversación fue subiendo de tono, y escuché claramente la voz de una mujer. Era su madre.
—¡No entiendo por qué no me lo dijiste! —gritó la madre de Azul, y luego un ruido, como si algo cayera al suelo, me hizo estremecer.
Mi corazón dio un vuelco. Había algo en esa conversación que no podía entender, algo que me dejó sin aliento. Azul estaba discutiendo con su madre, pero lo que más me sorprendió fue lo que alcancé a escuchar después.
—¡No me trates como a una niña! —respondió Azul, su voz temblando de rabia—. ¡No quería que nadie lo supiera! ¡No quería que lo supieras!
La voz de su madre se suavizó, pero seguía siendo firme, casi acusadora.
—¿Por qué no me lo dijiste, Azul? Sabía que algo estaba pasando, pero no pensé que fuera esto. ¿Cómo pudiste ocultarlo todo este tiempo?
Luego, el silencio. Un silencio profundo, pesado, llenó el aire, y escuché cómo la puerta de un cuarto se cerraba con fuerza. Quedé en shock. Mi mente no dejaba de dar vueltas, tratando de entender lo que había oído. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué había ocultado Azul? ¿Por qué no me lo había dicho?
Esa noche, no pude dormir. Pensé en lo que había escuchado, en los gritos, en las palabras de la madre de Azul, y en lo que eso significaba para nosotros. Sabía que había algo más. Algo que Azul no me había contado, y esa verdad oculta me estaba atormentando.
Al día siguiente, decidí ir a verla. No quería presionarla, pero la curiosidad, y sobre todo la preocupación, me empujaban a buscar respuestas. Caminé hasta su departamento, sin saber qué decir, pero con la sensación de que todo lo que había vivido hasta ese momento iba a cambiar. Toqué la puerta suavemente, y cuando ella abrió, la vi allí, con los ojos hinchados por el llanto. Estaba despeinada, pero aún con la calma que siempre la había caracterizado.