Naciste un 16 de octubre de 1988, en un pequeño cuarto de color celeste con blanco, y tu madre estaba cansada, tu padre tenía rostro de felicidad. Llegaste al mundo, pequeño e indefenso, sin saber tú destino, y aún sin saber que eras quién eres ahora, decidiste quedarte.
Fue la primera vez que me rechazaste.
Tu madre te cuidaba con sus manos más delicadas que seda o porcelana, te vestía con tanta ternura, te alimentaba y te abrigaba cuando lo pedías, te llevó por muchas partes que no conocías, te enseñó a gatear, a hablar, a caminar. Te adoraba más que a nadie.
No tenía a nadie más que a tu padre y a ti.
Tu padre también era dulce y cariñoso, te mostró divertidos juegos y caras, estaba siempre pendiente de ti aunque no lo notabas, conseguía solo lo mejor para ti. Adoraba a tu madre y siempre mostraban su cariño. Tú eras feliz sin saberlo.
Siempre fuiste feliz ¿no es así?
Te escapabas de mis brazos innumerables veces, aunque era casi imposible que llegaras a mí, te esperaba siempre, en una esquina, atrás tuyo, afuera de tu hogar.
Pero nunca viniste. Nunca llegaste.
Por lo menos, no todavía.
Pasó un poco el tiempo y ya estabas en la escuela, te vi entrar con una sonrisa a saludar a todos, muy bien educado y amable. Conociste a tus primeros amigos, y jugaste los juegos de papá.
¿Por qué no jugabas conmigo? Yo quería estar a tu lado.
Aprendiste nuevas cosas, a escribir, a dibujar, a pintar, y estabas feliz. Siempre estabas feliz. Tus padres estaban muy orgullosos, pues siempre hacías tus tareas y rara vez eras culpable de travesuras. Eras un niño perfecto.
Tan perfecto.
Y creciste, hiciste más amigos, aprendiste más cosas, y nada te detenía. Eras más alto, subiste también de peso, pero te veías muy bien. Un niño perfecto, decían todos.
Sin embargo, yo lo había dicho primero.
En un abrir y cerrar de ojos, estabas a punto de entrar al colegio, fue de las pocas veces en las que me emocione, ya que pensé que estaría más cerca de conocerte.
Esperaba que fuera así.
Pero jamás dejaste de ser el mismo niño de siempre. Jugabas a la pelota con tus nuevos compañeros, eras caballeroso y tu lenguaje impecable. Hasta tus padres creían que fuese ficticio, eras el mismo regalo del cielo.
En verdad quería acercarme, pero no pude.
En lugar de llegar a ti, tus nuevos amigos poco a poco buscaron su camino hacia mí, ¿tal vez lo recuerdas? Cuando ellos tomaron tu mano para que los sigas. Te negaste.
Me has rechazado tantas veces, y cuando más tenía oportunidad, lo hiciste otra vez.
Te concentraste en tus estudios y de instruir en tu mente historias fantásticas, que brillaba más que cualquier lucero, te apasionaban las letras y los números. Seguías siendo feliz.
Muy, muy feliz.
Aún recuerdo aquella tarde en la que comprabas dulces para tu madre y te encontraste con tu compañero, salieron a pasear por la ciudad y compartieron una caja de galletas. Sin duda, un muy buen amigo.
¿No puedo yo ser tu amigo?
No paso mucho tiempo hasta que llegaste a terminar el colegio, entre los mejores, nada podía detenerte
Nadie podía
…
O tal vez sí.
Comenzaste tu carrera universitaria con media beca, ¿era veterinaria? Tu pasión se reflejaba tanto por los ojos que desbordabas satisfacción. Siempre impecable.
Estabas bien, todo estaba bien.
Ibas caminando al instituto, tranquilo con la mochila en tus espaldas, pensabas en las nuevas fórmulas que aprendiste la clase pasada.
Todo tan tranquilo.
…
¿Recuerdas lo demás?
“No” pude escucharte, mientras te encogías con una lágrima blanca.
¿Estás seguro? Sé que lo haces, pero no quieres volver a ver esa escena. Sé que fue inesperado, pero al fin estás conmigo, ¿tú no estás feliz?
“No” fríamente contestó tu voz
Yo solo quería tenerte, y ahora que estás conmigo, no hay vuelta atrás, ven, aunque no tienes nada que lamentar, serás siempre esa luz en tu hogar. Dame tu mano, está vez puedes verme, ahora sabes quién soy.
Sígueme, que yo te daré paz.