Hasta la próxima vida

10. Castigos del cielo y fuego interior

NARRA KIRAN / LI BAO

Había pasado casi un mes desde que el emperador se fue. En el clan Xiao, el aire parecía más ligero por fuera, pero en el fondo... en el fondo, algo se movía inquieto.

No podía dormir. Las noches se alargaban cada vez más. Las sombras se volvían más densas. La culpa de mis pensamientos pesaba como una losa. Xiao Mei seguía sonriéndome como siempre, sin tener idea de lo que yo ocultaba. Yo no le devolvía la sonrisa. No como antes.

Esa noche, decidí salir solo. Sigilosamente, como solo los muertos saben caminar entre los vivos.

Fue entonces cuando lo vi.

El prometido de Xiao Mei. Rodeado de al menos treinta hombres. Guerreros. Forasteros. Los reconocí por sus armas y por esos rostros marcados por la ambición. Me acerqué entre los árboles, oculto, hasta que pude escuchar lo que decían.

—Todo está listo —decía uno de los hombres—. Cuando des la orden, tomaremos el control. No quedará nadie con autoridad. El consejo de ancianos obedecerá o morirá.

—Perfecto —respondió él, el prometido—. Este lugar será mío. No necesito destruirlo. Solo doblegarlo. Y cuando Li Bao esté muerto... —se detuvo para sonreír, una sonrisa que me heló la sangre—, Xiao Mei quedará deshecha. Rota. Sola. Entonces la tomaré. Nadie podrá impedírmelo. Ella será mi trofeo. El símbolo de mi victoria.

Mi corazón se detuvo. No por sorpresa, sino por rabia. Una rabia densa. Silenciosa. Pura. Me convertí en una tormenta invisible. Y en lo que siempre había temido: el verdugo.

No hubo gritos. Solo acero. Solo sombras. Uno a uno fueron cayendo. Treinta. Treinta y uno. Sus cuerpos tocaron el suelo antes de darse cuenta de que era su final. El último fue él. El prometido. Se arrodilló. Suplicó.

—¡Podemos negociar! ¡Podemos—!

Mi espada respondió por mí.

(...)

A la mañana siguiente, los gritos rompieron el alba.

—¡Treinta y un cuerpos en el bosque! ¡Entre ellos... el prometido de la dama Xiao Mei!

Fingí sorpresa. Fingí horror. Fingí todo lo que debía fingir. Nadie sospechó. El consejo creía que se trataba de un ataque fallido. Yo me mostré más protector con Xiao Mei. Eso les pareció natural. A ella no.

Xiao Mei me miraba con más atención. Había escuchado rumores de mi conversación con el emperador. Veía mi silencio con otros ojos. Aún no hablaba, pero su mirada preguntaba cada vez más. Y entonces... ocurrió. Estábamos en el jardín. El sol acariciaba las hojas y ella reía, hablando de las flores que deseaba plantar.

Yo la miraba. Me sentía culpable. Me sentía perdido. Me sentía... humano. Intentaba sonreír. Intentaba ser fuerte. Pero entonces el mundo se deshizo. Un dolor agudo me atravesó el estómago. Me incliné, jadeando. La vista se volvió borrosa.

—¿Li? —dijo Xiao Mei, preocupada—. ¿Qué ocurre?

Abrí la boca para responder, pero escupí sangre. Cálida, espesa, roja como mi pecado.

—¡Li! —gritó ella, corriendo a sostenerme—. ¡Li, por favor!

Mis rodillas tocaron el suelo. El mundo se tornó oscuro. Escuché su voz, su llanto. Y luego... silencio.

(...)

Desperté en un lugar desconocido. Un salón blanco, inmaculado. Todo estaba iluminado por una luz serena que parecía no tener origen. Frente a mí, había dos sofás y una pequeña mesa de té. Y allí estaba ella. Elegante, imponente. Vestía de blanco, como la luna. Su rostro reflejaba la ternura y la severidad de una madre que ha vivido demasiado.

—Siéntate, Kiran —dijo con una voz suave, pero que no admitía desobediencia.

Mi cuerpo se movió antes de que mi mente pudiera procesarlo. Me senté frente a ella, como un niño ante su madre. No sabía si estaba muerto o vivo, si era un sueño o un juicio.

—He venido a hablar contigo —continuó—. Porque no puedo permitir lo que estás haciendo.

Bajé la mirada.

—Te han dado un destino: guiar almas, no influir en vidas. No enamorarte. No proteger. Y, sin embargo, has matado por rabia, no por deber. Has intervenido más de lo que se permite. Has dejado que tu corazón gobierne tu condena. Tus actos han quebrantado las reglas.

—Lo hice para protegerla.

—¡La pusiste en más peligro! —exclamó, golpeando suavemente la mesa—. Kiran... ya no eres un hombre. Eres una condena que camina. Un alma errante, convertido en castigo por el cielo.

Tragué saliva. Me dolía escucharla. No porque no tuviera razón, sino porque sabía que sí la tenía.

—Tu amor por Xiao Mei es real —dijo, suavizando su tono—. Y por eso es aún más peligroso.

—Xiao Mei... no tiene culpa de nada —respondí con firmeza, alzando la voz por primera vez—. ¡Ella no sabe quién soy! No pidió esto.

—Y, sin embargo, la arrastras contigo. ¿No ves que ella ya no tiene escapatoria de ti?

Me arrodillé. Las lágrimas brotaron de mis ojos sin poder evitarlo.

—No la castigues a ella... por mis pecados. Yo aceptaré cualquier condena. Pero no a ella. Por favor... no a ella.

La divinidad suspiró. Se inclinó hacia mí y, con una compasión que me desgarró el alma, dijo:

—Lo sé. Sé que tu amor es genuino. Y por eso es más peligroso que cualquier espada. No puedo permitir que permanezcas a su lado.

—Entonces mándame al olvido. Borra mi existencia. Pero déjala vivir en paz.

—No puedo —respondió—. El equilibrio no funciona así. Has alterado el flujo de los hilos del destino. Y para restaurarlo... ambos deben pagar, aunque no en la misma medida.

Tragué saliva. El miedo me apretaba la garganta.

—Tu condena se extenderá. Pero eso no será lo peor. Xiao Mei vivirá dos vidas más. En cada una... tú estarás presente. Y en cada una, tendrás que verla morir.

Me rompí. Me rompí como un cristal que ya había sido quebrado antes.

—No... por favor, no eso. Cualquier cosa menos eso

—Tienes un año para dejarla. Un año para poner en orden tus asuntos y alejarte. Si no lo haces... yo me encargaré. Y te aseguro, Kiran, que si soy yo quien interviene, será para siempre. Yo me encargare personalmente de mandarla al mundo de los muerto.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.