Hasta la próxima vida

13. Aquella que cae del cielo

NARRA KIRAN/ ISAÍ

Rohatyn, Ucrania. Año 917 de nuestra era

El bosque parecía murmurar secretos antiguos aquella tarde. Las hojas crujían bajo mis pies, secas y doradas como los recuerdos que el viento arrastraba. Cada árbol a mi alrededor era un guardián silencioso de un tiempo que ya no me pertenecía. Rohatyn, en su calma otoñal, era a la vez un santuario y una prisión.

Desde que dejé atrás las murallas del clan Xiao, desde que me alejé de su rostro, de su risa, de su fragancia entre los ciruelos en flor, mi camino no ha tenido un destino claro. Han pasado más vidas de las que quisiera recordar y, sin embargo, mi alma aún no ha aprendido a soltarla.

Rohatyn era un lugar sereno. Había aprendido a moverme entre sus calles, a pasar desapercibido, a convertirme en alguien diferente. Aquí no era Kiran, el hijo de un noble de Babilonia ni el ángel de la muerte atrapado por el amor. Aquí era Isaí: un hombre callado que se dedicaba a los libros, que hablaba poco y que guardaba en su corazón una historia que no podía compartir con nadie.

Durante años me he preguntado si volvería a verla. Si su alma, después de tantas vidas y tanto sufrimiento, volvería a cruzarse con la mía.

Y esa tarde, sin saberlo, la respuesta llegó desde las ramas de un árbol.

Un suave batir de alas. Un gorjeo lleno de tristeza. Levanté la vista, guiado por un instinto que no era mío, sino del alma. Y entonces la vi. Una figura, en lo alto de un árbol, luchaba entre las hojas tratando de alcanzar algo. Sus ropas sencillas danzaban con elegancia, y su cabello castaño claro caía en una cascada desordenada por el viento. En sus manos, un pequeño bulto tembloroso: un pichón.

La joven murmuró algo que no logré escuchar, probablemente para tranquilizar al ave. Me quedé parado, sin entender por qué. Sentí un ligero temblor en el pecho, como si el tiempo comenzara a deshacerse en hebras de seda.

Y entonces, su pie resbaló. Un grito ahogado. El crujir repentino de las ramas. Y su cuerpo descendió como un cometa… directamente hacia mí. El grito fue breve. El cuerpo cayó rápidamente. Apenas tuve tiempo de abrir los brazos antes de que ella aterrizara sobre mí. Sentí su peso ligero, la sacudida de la caída, y luego, el silencio.

Cuando abrí los ojos, estaba en el suelo, con ella sobre mi pecho.

Y entonces la vi. Sus ojos, grandes y claros, estaban a pocos centímetros de los míos. Parpadeó, confundida, mientras respiraba con dificultad. La luz del sol se filtraba entre las ramas, iluminando su rostro, y por un instante, el mundo se detuvo.

No podía moverme. No quería moverme.

El tiempo se dobló sobre sí mismo. En esos ojos vi una vida entera. Vi a Xiao Mei sonriendo entre los cerezos, vi su risa mientras me enseñaba a usar el pincel, vi sus lágrimas cuando nos despedimos por última vez. Vi todo eso y más. Era ella. Su alma, su luz, su esencia.

Pero diferente. Más joven, con una inocencia distinta. Su rostro no era idéntico, pero su mirada… su mirada no mentía.

La joven parpadeó. Y en un instante fugaz, vi en su mirada algo más: un destello de otra vida, como si su alma recordara, como si nuestros cuerpos fueran solo velos. Pero ese momento se desvaneció, tan rápido como el aleteo de un pichón que se escapa de sus manos. Se apartó de mí con rapidez, su rostro encendido de rubor.

—¿Está bien? —preguntó, preocupada, pero tratando de sonreír—. No lo vi… no fue mi intención caerle del cielo.

Aún yacía de espaldas, incapaz de hablar. Su voz. Era la misma.

—Sí… sí… —tartamudeé como un joven perdido—. Estoy bien. Solo que… usted… me recordó a alguien.

Ella frunció el ceño, con una mezcla de vergüenza y genuina curiosidad.

—¿A alguien cercano?

Asentí, apenas, sintiendo que el pecho me ardía de nostalgia contenida.

—Muy cercano… demasiado.

El silencio que siguió fue amable, casi dulce. Ella se sentó y yo solo me limité a levantarme un poco sin apartar la mirada. La había buscado en sueños, en plegarias, en cada rostro que no era el suyo. Y ahora el destino me la lanzaba, literalmente, desde el cielo.

No sabía su nombre aún, pero eso no importaba. Su alma ya me lo había susurrado.




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