Hasta la próxima vida

18. Memorias bajo la luna

NARRA ALINA

Ya habían pasado varias semanas desde que Isaí llegó a nuestras vidas, y todavía me parecía increíble cómo un desconocido podía convertirse tan rápido en parte de nuestro hogar. Aunque tenía su propia habitación en la ciudad, cada día, sin falta, cruzaba los senderos del bosque para echarnos una mano. A veces traía pan o madera, y otras veces solo su compañía, que con el tiempo se volvió indispensable.

Cuando el cielo se oscurecía con tormentas o la niebla espesa envolvía los caminos, mi padre siempre insistía en que se quedara a pasar la noche. Entonces dormía en la habitación de huéspedes, y el calor del hogar lo envolvía como si fuera uno más de la familia. En esas noches, cuando el fuego chisporroteaba suavemente en la chimenea y el silencio caía como un manto, me sorprendía a mí misma esperando escuchar sus pasos, tan diferentes a los de mis hermanas, tan seguros y silenciosos.

Y, sin embargo, no todo era tranquilidad en casa. Olena, con su encanto deliberado, intentaba captar su atención de mil maneras: una risa que resonaba demasiado, una mano que se posaba en su brazo más de lo necesario, y esas miradas que buscaban conectar con los ojos de Isaí, que no respondían. Era frustrante verla esforzarse tanto. Aún más irritante era escuchar a María susurrar con una sonrisa cómplice que hacían una buena pareja. Discutíamos por eso. Una y otra vez. Pero no sabía si era por celos… o por miedo.

Una noche, de esas en las que Isaí se quedó, me desperté con sed. El viento acariciaba las ventanas suavemente, y el reloj del salón ya había pasado la medianoche. Bajé en silencio a la cocina. El fuego de la chimenea aún crepitaba entre los troncos, lanzando destellos de luz cálida por el salón. Fue en ese momento cuando lo vi.

Isaí estaba sentado en uno de los sofás, con la espalda un poco encorvada y la mirada perdida en el vacío. No se dio cuenta de que estaba allí hasta que pisé una tabla que crujió.

—¿No puedes dormir? —le pregunté en voz baja.

Me miró, y en su rostro vi una expresión que no supe interpretar. ¿Tristeza? ¿Nostalgia?

—A veces, el silencio pesa más que el sueño —respondió.

Me acerqué y me senté a su lado. El calor de la chimenea nos envolvía, pero entre nosotros había un silencio diferente, uno que no resultaba incómodo, sino que hablaba sin necesidad de palabras. Me ofreció una manta y la compartimos. No recuerdo de qué hablamos al principio. Tal vez del clima, o de cómo Anastasia roncaba al dormir. Cosas triviales. Pero luego, entre un suspiro y otro, él me preguntó:

—¿Y esos sueños que te han estado robando el descanso últimamente? Dijiste que eran extraños.

Parpadeé, sorprendida. No recordaba haberle hablado de ellos.

—¿Te lo mencioné? —murmuré.

Él asintió, apenas moviendo la cabeza.

No sé por qué le hablé de ellos. De esos bosques que nunca había visto, pero que sentía como si fueran parte de mí. De los paseos junto a un joven de cabellos oscuros que me enseñaba a tensar un arco, con una paciencia que no conocía. Le conté sobre aquel día en que mi tobillo se torció entre las piedras y él me llevó en brazos, riendo, como si cargarme no fuera ningún esfuerzo. Le hablé del instante en que lo vi por primera vez, de cómo su rostro se grabó en mi memoria como si ya lo conociera. También de cuando lo vi caer, inconsciente, cubierto de sangre y tierra, y cómo mi corazón se detuvo en ese momento.

No omití nada. Era como si esas memorias, esos sueños que tanto me inquietaban, cobraran vida al salir de mis labios. Isaí me escuchaba en silencio, con la mirada fija en la mía. Pero no era una mirada curiosa, sino la de alguien que conocía cada palabra que pronunciaba. Como si ya las hubiera escuchado antes. Como si las recordara.

—Donde yo vengo… —dijo en voz baja— algunos creen que esos sueños pueden ser recuerdos de otra vida.

Lo miré, esbozando una sonrisa incrédula.

—¿Recuerdos? Eso suena un poco exagerado… Pero si lo fueran… qué tristes serían los míos.

Él desvió la mirada hacia el fuego.

—O tal vez hermosos, aunque duelan —respondió con suavidad.

—No creo en reencarnaciones, pero… lo consideraré —murmuré.

Nos quedamos en silencio por un momento. Cuando me levanté para ir a dormir, nuestras manos se rozaron levemente al compartir la manta. Fue un gesto fugaz, pero me estremeció más que cualquier caricia.

Desde aquella noche, Isaí se transformó. No en sus gestos ni en su voz, pero sí en su mirada. Había algo contenido, como un deseo que no se atrevía a expresar. Una espera silenciosa. Una promesa flotando en el aire. A veces lo sorprendía mirándome, como si estuviera buscando algo que había perdido hace tiempo. Y aunque no decía nada, sentía que una parte de mí también lo buscaba a él, sin entender por qué.

Una mañana, mientras recogíamos las sábanas del patio, papá nos llamó a mí, a Séfora y a Anastasia. Tenía una lista de provisiones que necesitábamos con urgencia y nos pidió que fuéramos a la ciudad. Isaí aún no había llegado ese día. Era raro, porque solía hacerlo temprano. Pero pensé que algo lo habría retrasado.

Mientras me preparaba para salir, un frío extraño recorrió mi cuerpo. No era por el clima, sino por una sensación que no sabía cómo describir. Como si algo estuviera a punto de cambiar.

Al cerrar la puerta detrás de mí, el viento movió una pequeña hoja que había caído en el umbral. Era roja, como el fuego del otoño… igual que en uno de mis sueños.




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