NARRA MARIA
El silencio que se instaló tras la partida de Alina e Isaí era tan denso que parecía flotar en el aire, como una tormenta que nunca acaba de estallar. Nunca la había visto irse de esa manera, con una mirada tan firme… y tan decidida. Algo había cambiado.
Nadie se atrevió a romper el silencio durante unos segundos. Fue Nathalia quien, como siempre, se encargó de aliviar la tensión.
—¿Alguien más sintió eso? —preguntó, cruzando los brazos—. Alina no suele hacer escenas… pero parecía estar al borde de una.
—Se notaba nerviosa —comentó Sefora, bajando la voz—. Como si supiera que estaba a punto de cruzar un límite.
—¿Y si Isaí le hizo algo? —dijo Anastasia, aún sosteniendo su taza de té—. ¿Y si la hizo enojar?
—No —intervine de inmediato—. No era enojo. Era algo más… como miedo, pero también esperanza.
Todas nos giramos cuando Olena se puso de pie. Su expresión era seria, más que eso, estaba helada. Su rostro parecía esculpido en piedra.
—Voy a ver qué está pasando —dijo.
—¡No! —me levanté sin pensarlo, interponiéndome en su camino—. Olena, si ella quiso hablar con Isaí a solas, debemos respetar eso.
—Es un asunto entre ellos —añadió Nathalia con firmeza—. Alina ya es una mujer, y tiene derecho a decidir con quién habla y por qué.
—Exacto —dijo Sefora—. Si no quiso compartirlo con nosotras, es porque no está lista. Hay cosas que se sienten antes de poder explicarlas.
—No necesito explicaciones —replicó Olena, frunciendo el ceño—. Solo necesito saber qué está pasando. Y si Isaí la está manipulando, lo descubriré.
—¿Y si no lo está haciendo? —pregunté suavemente—. ¿Y si simplemente están resolviendo algo que nosotras aún no podemos entender?
Olena me miró y, por un instante, vi un destello extraño en sus ojos. No era tristeza, era más bien la rabia contenida de alguien que siente que está perdiendo algo que considera suyo.
—No me importa —susurró—. No me quedaré aquí sentada viendo cómo todo se desmorona.
—Olena… —intentó decir Nathalia, pero fue en vano.
Ella ya había cruzado la puerta.
(…)
Esperé. Pasaron largos minutos. Sentada en el borde del sofá, con las manos juntas y los dedos entrelazados, como si fueran un ancla para mantener la calma. Miriham intentó hacer una broma para aligerar el ambiente, pero su risa se apagó rápidamente. Todas sentimos que algo no estaba bien.
Casi una hora después, Olena regresó.
Entró en la casa sin mirar a nadie. Caminó con pasos firmes y se dirigió directamente a las escaleras. Nadie se atrevió a decir una palabra. Yo fui la única que la siguió.
Subí detrás de ella y la vi entrar en nuestra habitación. Cerró la puerta, pero no con fuerza. Era más inquietante así… como si hubiera tomado una decisión calculada.
Toqué con los nudillos.
—Soy yo… ¿puedo pasar?
Un silencio tenso fue su respuesta. Esperé. Luego, empujé la puerta suavemente. Ella estaba de espaldas, junto a la ventana.
—¿Qué viste? —le pregunté, aunque ya lo intuía.
Se giró. El rostro de Olena mostraba una mezcla de furia y desilusión.
—Los vi… besándose, abrazándose, riéndose como si nada más importara. Como si todo lo que yo sentía fuera… ridículo.
Me acerqué lentamente.
—No es ridículo sentir, Olena. Pero lo que haces con esos sentimientos… eso sí que cuenta.
—No voy a dejar que me lo quiten —susurró con voz baja, pero llena de veneno—. Esa felicidad que tienen… no les va a durar. Él terminará conmigo. No con ella.
—Ya no puedes forzar el amor —le dije con firmeza, buscando su mirada—. Si ellos han decidido estar juntos, no puedes romper eso a la fuerza. Solo conseguirás destruirte a ti misma.
Ella apretó los puños. Y su mirada… ya no era la de mi hermana.
—¿Qué sabes tú? Siempre tan noble, tan callada. ¿Y ahora te pones de su lado? —me gritó, avanzando hacia mí—. ¡Traidora!
—Te digo esto porque te amo, Olena. Porque aún puedes elegir ser mejor que esto.
—¡Fuera! —gritó, empujándome hacia la puerta—. ¡Vete de aquí!
Me sacó de la habitación y cerró la puerta de golpe. El sonido del pestillo no solo selló la puerta, sino también algo más entre nosotras.
Apoyé mi frente contra la madera por un momento y cerré los ojos.
—Por favor… no hagas nada de lo que te arrepientas.
Nada. Silencio.
Bajé al salón poco después.
Alina e Isaí ya habían regresado. Se reían, tomados de la mano, rodeados por las sonrisas de mis hermanas. Las más pequeñas aplaudían con entusiasmo. Nathalia y Sefora lucían genuinamente felices. Por fin. Todo parecía en calma.
Pero yo sabía que no era así.
Me quedé quieta, observándolos. Isaí levantó la mirada y me encontró. Y entonces, me vio. Vio la preocupación en mis ojos. La advertencia silenciosa.
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Editado: 14.06.2025