NARRA ISAI / KIRAN
Cuando Alina cerró la puerta de mi habitación, el silencio cayó como una cortina espesa. La miré y no dije nada. No necesitaba hacerlo. Sus ojos ya me lo estaban diciendo todo.
Ella dio un paso. Luego otro. Y, sin que nos diéramos cuenta, ya estaba entre mis brazos.
—No quiero que te pase nada —susurró, con la voz apenas firme.
—Mientras estés conmigo, no va a pasar nada. Lo prometo.
Su mano subió por mi pecho hasta rodear mi cuello. La suya temblaba… o quizá era la mía. No lo sé. Solo sé que nuestros labios se buscaron y que, esta vez, no hubo contención. Nos besamos como si lleváramos años esperándolo. Y, en realidad, así era.
Ese beso fue distinto. Más profundo, más desesperado. Como si ambos supiéramos que no habría marcha atrás. Mi espalda tocó la pared, su cuerpo el mío, y el mundo se deshizo alrededor. Nada existía más allá de su respiración acelerada, de sus dedos apretando mi camisa, de su piel erizándose al roce de mis manos.
Nos tumbamos sobre la cama, aún entre risas suaves, pero con una ansiedad que crecía entre nosotros como fuego alimentado por el viento. Le acaricié el rostro, los hombros, la cintura… como si necesitara memorizar cada centímetro de ella. Como si temiera que desapareciera si parpadeaba demasiado tiempo.
Ella me besó el cuello, susurrándome mi nombre como si fuera una plegaria.
—Isaí… esta vez no quiero que te detengas.
Me detuve solo un segundo. La miré a los ojos. Ella no dudó.
—¿Estás segura?
—Lo estoy desde hace tiempo. Solo que ahora… no quiero seguir esperando.
Nuestros cuerpos se buscaron con más urgencia. La ropa cayó lentamente, sin palabras, sin pudor. Cada roce era una pregunta; cada caricia, una respuesta. Mis manos sobre su piel eran torpes de deseo y precisas de amor. Ella temblaba, pero no de miedo. Era el temblor del deseo contenido, del alma que por fin encuentra hogar en otro cuerpo.
Hicimos el amor esa noche como si fuera la primera y la última vez. Con pasión, con ternura, con hambre y con fe. Sus suspiros se fundieron con los míos, su espalda se arqueaba bajo mis caricias, sus labios murmuraban mi nombre una y otra vez... Era todo lo que había soñado, y más.
No hubo prisa. No hubo culpa. Solo nosotros.
Y cuando el clímax nos alcanzó, sentí que el mundo se detenía. Que el universo entero se había reducido al instante exacto en que ella y yo éramos uno.
Después, me quedó abrazada. Respirábamos al mismo ritmo. Yo le acariciaba la espalda mientras el silencio se llenaba de significado.
—Te amo —le dije.
Ella sonrió contra mi pecho.
—Yo también. Más de lo que sé decir.
Y esa fue la verdad.
Esa noche no solo dormimos juntos. Esa noche sellamos lo que ya sabíamos: que, pase lo que pase, nuestros cuerpos y nuestras almas ya se habían elegido.
A la mañana siguiente, como era de esperarse, sus hermanas no tardaron en molestarla. Alina se sonrojó, se defendió diciendo que no había pasado “nada”, pero las risas no cesaron. Yo solo la miraba, embobado, sintiéndome más afortunado de lo que merecía.
Pasaron semanas enteras así, en esa especie de burbuja. Empecé a quedarme con más frecuencia en su casa. A veces dormía en la habitación de invitados, a veces no. Había noches en que, después de cenar con su familia, nos quedábamos solos en la sala. Alina se acurrucaba en mi pecho y pasábamos horas así: entre besos, arrumacos, caricias suaves y conversaciones que no llevaban a ninguna parte, pero lo significaban todo.
Había una calma en ella que me sanaba. Una dulzura que se volvía peligrosa, porque me hacía olvidar quién era. O quién fui.
No fueron pocas las veces que alguna de sus hermanas nos pilló en pleno momento romántico, abrazados en el sofá, susurrándonos tonterías entre risas. Una vez, incluso, sus padres llegaron más temprano de lo previsto y nos encontraron allí, casi dormidos: ella entre mis piernas, yo acariciándole el cabello, intercambiando besos lentos y cada vez más empalagosos.
—¿Acaso no tienen habitaciones? —bromeó su padre con una ceja alzada.
—Esto parece una novela rosa —dijo su madre, conteniendo la risa.
Desde entonces, las bromas no pararon. Cada comida familiar era una oportunidad para que sus hermanas mencionaran “el famoso sofá”, y los padres no se quedaban atrás.
Al principio, nos defendíamos con torpes justificaciones. Después, solo nos reíamos y nos abrazábamos, sabiendo que, en el fondo, todos compartíamos la misma alegría. Ese mes fue nuestro pequeño paraíso. Un mes de calma, de hogar, de descubrimiento.
Pero el cielo no permanece azul para siempre.
Una tarde, mientras caminaba de regreso del mercado, una voz se coló en mi mente. No era una voz humana. Era Nekau.
—Isaí… escúchame bien. Ella está en peligro.
Me detuve en seco. El mundo pareció volverse sordo por un instante.
—¿Qué?
—Olena ha escapado. No hay tiempo.
El corazón me dio un vuelco.
Corrí como si el fuego me persiguiera. Como si pudiera alcanzar el tiempo con los pies. Me tomó solo minutos llegar a la casa de Alina. Pero ya era demasiado tarde.
La puerta principal estaba entreabierta.
Adentro… caos.
Muebles volcados, jarrones rotos, manchas de sangre en el suelo. Las cortinas rasgadas, como si alguien hubiera forcejeado con desesperación. Había marcas en el suelo… arrastre, huellas, resistencia.
—¡ALINA! —grité con la garganta desgarrada.
Nadie respondió.
Sentí algo dentro de mí romperse. Algo antiguo. Algo que no sabía que seguía allí.
Ella no estaba.
Y el silencio de esa casa fue más ruidoso que cualquier grito.
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Editado: 02.07.2025