Hasta la próxima vida

27.Hasta el último aliento

NARRA ISAI / KIRAN

Entré a la casa de Alina sin siquiera pensarlo. La puerta estaba abierta de par en par, colgando de una bisagra rota. El interior… parecía un campo de batalla. Vasijas hechas pedazos, sillas volcadas, la mesa rasgada, como si alguien hubiese peleado con desesperación por su vida. El aire estaba cargado de miedo. Cada rincón gritaba su nombre.

—Alina… —murmuré, sintiendo un nudo cerrarse en mi garganta.

Busqué entre el caos, revolví cortinas, empujé muebles. Mi pecho latía tan fuerte que apenas podía oír mis propios pasos. Fue entonces cuando la encontré. Una hoja arrugada, escondida entre los restos de una vasija rota. La tinta era temblorosa, escrita por una mano dominada por el odio. Reconocí la caligrafía de Olena. Un plan. Paso a paso. Desde el día en que nos observó juntos en el bosque hasta la noche del compromiso. Una línea resaltaba por encima del resto:

"Si no puede ser mío, ella tampoco lo tendrá."

El papel temblaba en mis manos.

Salí corriendo justo cuando los padres de Alina y sus hermanas aparecían a lo lejos. Vi el miedo en sus ojos antes de que pudieran preguntar.

—Olena… —dije con la voz rota—. Se la llevó. Tenemos que encontrarla antes de que haga algo terrible.

No hubo reproches. Solo movimiento. Todos se dispersaron, llamando nombres, preguntando por los senderos, interrogando a los campesinos. Nadie había visto nada. Nadie sabía nada.

Pero yo… sentía algo. Una fuerza tiraba de mí, como si las propias voces del más allá me estuvieran guiando. Nekau. La divinidad. Mi propósito.

Mis pies me llevaron a las afueras del pueblo, más allá del último campo de trigo, hasta una cueva oculta por zarzas. El aire era espeso. Oscuro. Aun así, entré.

Y allí estaban.

Olena tenía el rostro desencajado, como si el alma se le hubiese resquebrajado por dentro. Alina estaba de pie, pero a duras penas. Sangraba del labio y temblaba. El cuchillo brillaba junto a su cuello.

—¡No te acerques! —gritó Olena al verme—. ¡No te atrevas!

Me detuve. Levanté las manos.

—Olena, por favor. No tienes que hacer esto. Aún puedes detenerte. Aún podemos ayudarte.

—¡Cállate! ¡Ustedes lo arruinaron todo! ¡Ella me lo quitó todo!

—¡No es cierto! —respondí—. Alina solo te amó. Siempre quiso entenderte. No le hagas esto. No a ella. No a ti.

Intenté acercarme. Lento. Con el corazón saliéndoseme del pecho. Ella temblaba. Alina lloraba en silencio.

—Por favor —susurré—. Déjala ir. Cárgame la culpa a mí si quieres, pero déjala vivir...

Ella dudó. Lo vi. Solo por un segundo.

Entonces ocurrió.

El movimiento fue tan rápido que no alcancé a reaccionar. Olena alzó el cuchillo y lo hundió en el vientre de Alina. El sonido que hizo fue el de una vida quebrándose. Alina soltó un gemido ahogado y sus rodillas cedieron.

—¡No! —grité, corriendo a atraparla antes de que cayera.

La sostuve. Sentí su cuerpo empaparse de sangre contra mis brazos. Olena, al darse cuenta de lo que había hecho, huyó sin decir palabra.

Me quité el saco y lo presioné contra la herida. Mis manos temblaban; no sabía si por el miedo o por la impotencia.

—No… no, no, no… Alina… —susurré, desesperado, mientras presionaba el saco contra la herida—. ¡Ayuda! ¡¡ALGUIEN!! ¡¡POR FAVOR!!

Olena me miró como si, de pronto, recordara quién era yo. Dejó caer el cuchillo. Dio un paso atrás. Y luego huyó.

Alina me miró. Sus ojos eran dulces, incluso ahora. Me acarició la mejilla con sus dedos manchados de sangre.

—Isaí… —dijo con un hilo de voz.

—No hables. Vas a estar bien. Vamos a salir de aquí. Te lo prometo.

—No… —sonrió con dificultad—. No esta vez…

—No digas eso. Por favor, quédate. Quédate conmigo.

Tomó mi mano. La suya estaba helada.

—Nos volveremos a encontrar… ¿verdad?

Lloraba sin poder evitarlo. Me obligué a sonreírle entre lágrimas.

—Te buscaré… en cada vida. En cada rincón del tiempo. No importa dónde estés, Alina. Siempre volveré a ti. —dije entre lágrimas—. Y no importa cuándo... te encontraré. Te amaré con más fuerza, con más coraje. Te elegiré. Siempre.

Su rostro se iluminó, aunque sus ojos ya comenzaban a apagarse.

—Entonces no tengo miedo…

Su último aliento fue un suspiro en mi cuello. Su cuerpo se volvió liviano, como si el alma se hubiese liberado.

La abracé con fuerza y grité. No como un hombre. Grité como un ser roto. Como un niño que pierde el único refugio que conoce.

Y entonces, sentí una mano acariciar mi cabello.

Alcé la vista. Ella estaba allí. Su alma. Brillante. Serena. Me sonreía como si todo el dolor hubiese desaparecido.

Me levanté temblando, aún con lágrimas. Tenía que hacerlo. Era mi deber. Como ángel de la muerte.




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