Había pasado una semana desde la tragedia. El cielo, cubierto de nubes densas, se negaba a llorar, pero el campo lo hacía en su lugar: las flores comenzaban a marchitarse, y el viento, suave y constante, traía consigo un susurro de pérdida. La casa de la familia Alina, antes cálida y ruidosa, se había vuelto silenciosa, sombría.
Kiran visitaba a diario el lugar donde Alina había muerto. Cada día llevaba flores frescas y las dejaba con una reverencia silenciosa. No decía nada, no rezaba. Solo se quedaba ahí, en pie o de rodillas, observando el vacío. A veces cerraba los ojos como si esperara oír su voz entre las hojas. Pero el silencio persistía.
Una mañana, mientras acomodaba unas camelias blancas junto a la tierra ya endurecida, sintió una mano cálida sobre su hombro. Se volvió lentamente. Era la divinidad.
Vestida de blanco, con el cabello recogido como una corona de nieve, lo miró con ojos suaves y profundos. Kiran no habló, pero sus ojos lo dijeron todo.
—El dolor aún es fresco —dijo ella, como quien reconoce una herida imposible de ocultar—. Pero no ha sido en vano, Kiran. Has amado con sinceridad. Y eso, en el mundo de los vivos y de los muertos, no pasa desapercibido.
Kiran bajó la mirada. Su voz, cuando habló, fue baja y quebrada.
—¿Por qué ella? ¿Por qué otra vez?
La divinidad no respondió enseguida. En lugar de eso, se sentó junto a él, entre las hojas secas.
—Porque aún hay caminos que deben recorrerse. Una vida más. Una oportunidad más. Eso fue lo que te dije aquel día, cuando aún eras Li Bao.
Kiran cerró los ojos con fuerza.
—No sé si me queda algo más que dar…
—Sí lo sabes —dijo ella con ternura—. Aún guardas esperanza. Por eso sigues viniendo. Por eso traes flores. Por eso no te rendiste.
Él tragó saliva.
—¿Qué falta entonces?
La divinidad le acarició el cabello, como una madre que consuela a su hijo.
—Todo a su debido tiempo —susurró. Y en un instante, desapareció con el viento.
Ese mismo día, María, con ojos hinchados pero decididos, le entregó una carta. La había encontrado entre las pertenencias de Alina.
—Está dirigida a ti —dijo simplemente—. A ti, Kiran.
Kiran la tomó con ambas manos, reconociendo su nombre antiguo escrito con la caligrafía temblorosa de Alina. Esperó a estar solo para leerla. Se sentó bajo el árbol donde ella solía bordar y abrió el papel con manos temblorosas.
"Kiran,
He soñado contigo mucho antes de conocerte. En mis sueños eras sombra y luz, eras voz sin rostro. A veces me parecía oír tu risa en el viento. A veces creía ver tu tristeza en mi reflejo.
No entiendo por qué, pero siento que te he amado más de una vez. Como si mi alma hubiera nacido para encontrarte, incluso antes de tener nombre. Si alguna vez dejo de estar a tu lado, no llores por mí. Búscame. En donde sea que el destino me lleve, te estaré esperando. Porque tú eres mi principio y mi final.
Con amor eterno, Alina."
Kiran no pudo contenerse. Lloró. Por primera vez desde la tragedia, dejó caer el muro de contención. Las lágrimas corrieron por su rostro mientras apretaba contra su pecho la carta y el jade que Xiao Mei le había regalado siglos atrás. Se arrodilló ante la tumba, susurrando con la voz rota:
—Te encontraré, Alina. Aunque tenga que cruzar mil vidas. Te juro que no me rendiré.
Una brisa ligera se alzó, meciendo las flores. Y esta vez, Kiran sintió otra presencia detrás.
—Tienes el corazón de un mortal y el alma de un eterno —dijo una voz masculina. Era Nekau, su guía desde Babilonia, su Espíritu guía.
Kiran no se sorprendió. Cerró los ojos, dejando que la voz lo envolviera.
—¿También vienes a consolarme?
—No. Solo a recordarte quién eres. Lo que llevas dentro no se ha roto. Se ha transformado. Ya no eres solo un simple ángel de la muerte, ni solo Kiran. Eres el amor que se niega a morir.
Kiran se incorporó lentamente.
—¿Crees que lo lograré?
Nekau sonrió.
—No creo. Lo sé.
Los días siguientes fueron de despedidas. Kiran se acercó a la familia Alina, abrazó a María y le agradeció por todo. Nadie necesitó palabras. Bastó el silencio compartido.
Al dejar la casa por última vez, miró una última vez hacia el campo, ahora cubierto de flores marchitas. Pero en medio de ellas, una sola flor blanca florecía contra toda lógica.
El tiempo siguió su curso. Y mientras las estaciones se sucedían, una niña nació en una tierra lejana, en el palacio de un duque poderoso.
Era pequeña, risueña, y tenía el cabello oscuro como la noche y la piel clara como la luna de primavera. Las criadas decían que había algo en sus ojos… algo antiguo. Como si el alma que los habitaba hubiese vivido ya muchas vidas.
Una tarde, mientras jugaba entre los cerezos del jardín, la niña se detuvo de pronto. El viento sopló con dulzura, y ella levantó el rostro como si alguien la llamara desde muy lejos. Luego, sonrió sin razón aparente.
—¿Qué pasa, mi niña? —le preguntó una de las doncellas.
La pequeña la miró y respondió con voz suave:
—Nada… Solo sentí que alguien me estaba buscando.
Y volvió a correr, riendo entre los pétalos del árbol.
Pero tal vez, solo tal vez, una nueva historia estaba a punto de comenzar.
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Editado: 02.07.2025