Hasta la próxima vida

30.Un rostro que el alma recuerda

NARRA ALEX

Hay cosas que son difíciles de poner en palabras. Como la primera vez que vi a mi maestro y sentí que algo se rompía y se recomponía dentro de mí. No era solo admiración. Era algo más profundo, algo que latía bajo mi piel. Una certeza silenciosa. La sensación de estar, por fin, frente a alguien a quien había estado buscando desde antes de nacer.

Hoy me pasó algo similar, cuando esa joven apareció en la terraza.

Ella sonrió. Solo eso. Y de repente, sentí una calidez en el pecho, como si algo que había estado dormido despertara. No fue deseo. No fue atracción. Fue la sensación de estar en casa. Esa fue la palabra. La sentí en mi sangre: hogar. Como un hijo que recuerda el aroma de su madre, incluso sin haberla conocido.

El duque Liam nos presentó a su sobrina: Evelyn. Tenía una presencia tranquila, de esas que llenan el aire sin hacer ruido. Saludó con una sonrisa serena. Mi maestro inclinó la cabeza, cortés, pero yo lo conocía demasiado bien. Estaba temblando por dentro.

—¿Se encuentra bien? —le susurré apenas Evelyn se alejó.

—No lo sé —me respondió en voz baja—. Tal vez sí. Tal vez no. Pero... lo sentí. Esa mirada, esa sonrisa… era ella.

"Ella". La que había amado en dos vidas. La que había perdido por la crueldad del mundo y de los hombres. Alina. O, en otra vida, Xiao Mei. Evelyn era su nueva forma, su nueva voz. Y él lo sabía.

Más tarde, una criada nos llevó a nuestras habitaciones. El palacio era amplio, antiguo, lleno de historia. Las paredes susurraban secretos de siglos pasados, pero yo solo podía pensar en lo que mi maestro callaba.

Esa noche, justo antes de que nos llamaran a cenar, nos acomodamos frente a la chimenea que chisporroteaba. Él me ofreció una copa de vino, sosteniéndola en la mano como si fuera algo más que una simple bebida: como si fuera un ancla para no perderse en el mar de sus pensamientos.

—¿Puedo preguntarte algo, maestro? —le dije, con un toque de cautela.

—Siempre.

—¿Cómo fueron esos años? Los primeros… después de la muerte de la joven Alina.

Mi maestro me miró. Sus ojos, oscuros como el cielo antes de una tormenta, tardaron un momento en responder. Cuando finalmente lo hizo, su voz sonó quebrada, cargada con el peso del tiempo.

—Los primeros veintidós años fueron de absoluto silencio. Sin Nekau. Sin la Divinidad. Solo yo... y su recuerdo. —Hizo una pausa, apretando la copa—. He visto guerras, pestes, imperios nacer y caer. Pero nada... nada fue más cruel que ese silencio. Me sentía como un instrumento roto, olvidado por el cielo. Cada día era una herida. Y cada noche, una tumba.

Me quedé en silencio. Lo había visto en sus ojos, en sus silencios, pero nunca lo había escuchado decirlo. Y ahora lo comprendía mejor.

—Durante esos años —continuó— me atormentaba la imagen de Alina... su risa, sus lágrimas, la forma en que murió. Me preguntaba si la había condenado por amarla. Si fui un castigo para ella y no un refugio.

—No lo fuiste —le dije, convencido. Lo creía con todo mi corazón. Porque si alguien había amado con pureza, ese alguien era él.

—Han pasado ya 933 años —murmuró, como si el número en sí pesara toneladas—. Y aún a veces me despierto con el olor de su cabello en mis manos, con el calor de su cuerpo abrazando el mío, con su voz tranquila y risueña diciéndome que era hora de despertar.

No supe qué decir. Simplemente estiré la mano y la coloqué sobre su hombro. Porque a veces, el consuelo no se encuentra en las palabras, sino en la simple presencia.

Nos interrumpieron unos minutos después para anunciar la cena.

Al bajar, ya encontré a Evelyn en el comedor, charlando con otra joven. Se notaba que tenían una conexión especial, como si fueran hermanas. La nueva chica nos miró y sonrió. Y esa sonrisa... me atravesó. No era como la de Evelyn. Ni como la de mi maestro. Era algo diferente. Algo que me hizo sentir nervioso y vulnerable.

El duque la presentó como su hija: Selene.

Ella nos saludó con una elegancia natural. Su voz era suave, como el otoño, con esa melancolía dulce de las cosas que están a punto de desvanecerse.

—Es un placer tenerlos aquí —dijo.

—El placer es nuestro, señorita Selene —respondí, sintiéndome un poco torpe.

Mis ojos la siguieron mientras se sentaba. Kiran también la miró... pero no de la misma manera. Él la observó con una mezcla de confusión y reconocimiento, como si estuviera viendo a dos almas compartiendo un solo cuerpo.

Y en ese momento, lo supe.

Él sabía quién era ella. Lo supo desde el primer instante.

Y yo también. No podía explicarlo. Simplemente lo sentí.

Mi alma se agitó como una hoja que reconoce el viento que la meció hace siglos.

Selene…




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