NARRA ALEX
El barro me envolvía, aferrándose a mi piel como un eco de todo lo que llevaba dentro. Corría sin rumbo, atrapado en el torbellino de una verdad que me desgarraba por dentro.
"Soy hijo de Alina y Kiran."
El silencio que siguió me rompió más que cualquier grito.
El bosque me recibió como si hubiera estado esperando mi caída. Mis pies tropezaron con una raíz traicionera, y mi cuerpo se rindió. No hubo resistencia, solo el golpe seco contra el suelo y el agua helada que envolvía mi rostro. Frío. Duro. Sucio. Como todo lo que sentía por dentro. Me quedé ahí, sin fuerzas para moverme, con el barro filtrándose por mi ropa y los pensamientos enredados como las ramas sobre mi cabeza.
—¡Alex! —una voz rasgó el aire. Selene.
No me moví. El barro me mantenía anclado, pero era la culpa lo que realmente me hundía.
—¡Alex! ¿Estás bien? ¿Te lastimaste? —preguntó al llegar a mi lado, arrodillándose junto a mí.
Sus dedos rozaron mi piel con una urgencia temblorosa, como si al tocarme pudiera rescatarme del abismo en el que me hundía. Pero yo... yo no podía dejar de llorar. Las lágrimas se mezclaban con el lodo, formando un río turbio que parecía no tener fin.
"¿Qué he hecho?"
Selene me sujetó por los hombros, dándome un ligero sacudón.
—¡Alex, mírame! Por favor, dime que estás bien…
Solo pude murmurar su nombre:
—Selene…
Ella se acercó más, con los ojos llenos de preocupación. Sentí su calor tratando de rescatarme del frío que me envolvía por dentro.
—Lo arruiné… —murmuré, sin reconocer mi propia voz—. Nunca debieron saberlo… Les hice daño. A los dos…
Intentó levantar mi rostro, pero no podía sostenerle la mirada. Todo dentro de mí estaba hecho trizas.
—No podías ocultarlo para siempre, Alex —dijo ella con una calma que contrastaba con mi tormenta interna—. La verdad siempre encuentra su camino. No puedes culparte por eso.
—Pero yo... yo se los lancé como una piedra. No fue la verdad, fue mi rabia la que habló. Les dije todo lo que había guardado… pero lo hice mal. Muy mal.
Selene acarició mi rostro con ambas manos, con ternura y firmeza.
—Eres humano, Alex. Tienes heridas, tienes dolor. Si tú reaccionaste así… imagina lo que fue para ellos. Enterarse de repente que tienen un hijo. Es mucho, para todos.
Sentí un nudo en el estómago. Sus palabras caían sobre mí como agua en una herida abierta: dolían, pero al mismo tiempo, sanaban.
—¿Y si me odian? ¿Y si... no quieren saber nada de mí? —pregunté, con la voz temblorosa.
Selene negó suavemente, acariciando mi cabello con ternura.
—No te odian. Te aman. Tal vez aún no sepan cómo reaccionar… pero nunca te odiarían. Créeme. Los conozco… y tú también los conoces, aunque no hayas crecido con ellos.
Quería creerle. Quería aferrarme a cada palabra como si fuera una rama en medio de una tormenta. Pero la culpa era una compañera persistente.
—Mi padre… siempre lo culpé por lo que le pasó a mamá. Le dije cosas horribles. Me odié en cuanto las pronuncié.
—¿Y qué harías ahora si pudieras? —me preguntó.
—Pedirles perdón. A los dos. —Hice una pausa—. Aunque sé que eso no cambiaría nada.
En ese momento, escuchamos voces que rompieron el silencio del bosque como un cuchillo entre los árboles.
—¡Alex! —la voz de mi madre, quebrada y urgente.
—¡Alex, hijo! —mi padre. Nunca me había llamado así. Hijo.
Mi pecho dio un vuelco. Me levanté con la ayuda de Selene. Sentía el barro seco pegado a mi piel, como un recordatorio de todo lo que había dicho, pero también… como una promesa de que algo podía limpiarse.
Los vi a lo lejos. Mis padres. Evelyn y Kiran. Había una distancia entre nosotros, tanto física como emocional. Pero había algo más: esperanza.
Los observé en silencio, sintiendo el peso del momento en cada fibra de mi ser. Mi madre tenía los labios entreabiertos, como si quisiera decir algo, pero no encontrara las palabras. Y mi padre… mi padre tenía el rostro marcado, una pequeña cortada en la mejilla. Me dolió más que si me la hubieran hecho a mí. Tragué saliva. Me odiaba por haberle causado ese dolor.
Él sostuvo mi mirada por un segundo que se sintió como una eternidad. Vi en sus ojos el mismo dolor que llevaba dentro, la misma incertidumbre, el mismo miedo. Un miedo que no solo pertenecía a este momento, sino que venía de vidas pasadas, de errores que no se pudieron corregir, de despedidas que nunca debieron suceder.
Y entonces… él dio un paso hacia mí.
No dijo nada. No hubo palabras, ni explicaciones, ni excusas. Solo un paso. Un gesto pequeño, pero lleno de todo lo que no podía expresar en voz alta.
Lo entendí.
"Un paso a la vez."
Mi pecho se contrajo. Mis pies, que al principio estaban anclados al suelo, respondieron antes de que mi mente pudiera procesarlo. Di un paso. Él dio otro. Y así, hasta que la distancia entre nosotros dejó de existir.
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Editado: 02.07.2025