Hasta noviembre

Tres. La peor película de la historia.

Desenredo mi cabello mientras vuelvo a mirar el conjunto que he elegido frente al espejo.

Una falda de vuelo color negro, unas medias oscuras, un jersey de color violeta un tanto holgado, y unas converse color blanco.

No me he maquillado demasiado, solo lo justo. Me encantaría llevar capas y capas si supiera como hacerlo, pero andar con productos de maquillaje se me da demasiado mal. Aunque a la hora de desmaquillarme, es rápido y eso sí que me gusta. Aún así, he intentado que la zona de los ojos resalte, como hago siempre.

Me pongo la muñequera que descansa en la mesita de noche y tomo el bolso, asegurándome de que lo llevo todo. Salgo de mi habitación y bajo las escaleras, encontrándome con Lay de frente nada más bajar.

Me observa de arriba a abajo, sonriente.

—Que guapa. ¿Vas a algún sitio?

—Al cine —paso por su lado para alcanzar las llaves.

—Oh, ¿Amy está aquí?

—No, sigue en la universidad.

Y a cientos de kilómetros de nuestra ciudad, de nuestro barrio. Tener a mi única y mejor amiga tan lejos es un auténtico asco.

—¿Y con quién vas?

—Sola.

Eso no le gusta, lo sé solo con ver su expresión. Ni a ella ni a mi madre, que está escuchando desde la sala de estar.

—¿Cómo que sola? —pregunta y se acerca—. No, no. Sola no vas a ningún lado. Laila, ve con ella.

La lógica de mi madre es extraña. Le da miedo que me vaya sola por si me ocurre algo, pero decide mandarme con la única persona con la que he llegado a tener un accidente casi mortal.

Nunca entenderé a los padres.

—No quiero que venga conmigo —me meto.

—Además, yo ya tengo planes. ¿Por qué no le preguntas a Max?

—Si estoy diciendo que quiero ir sola. ¿Podéis escucharme cuando os hablo? 

Me ignoran, como de costumbre.

—¡Max! —lo llama mi madre—. ¡Ven aquí!

Tampoco entiendo por qué lo llama a voces si está viendo la televisión en el salón.

El aludido se pone de pie y camina a donde estamos.

—¿Qué os pasa?

—Tú hermana quiere ir al cine. Ve con ella.

Max me mira con ambas cejas enarcadas.

—¿Tú quieres que vaya contigo?

—No —respondo de inmediato—. Y no por ti, sino porque no me apetece compañía. No me dejan ir si no es con alguien más.

Mi madre empieza a protestar, Lay decide no meterse y Max suspira.

—Déjala salir sola por un día. Estará agobiada de estar todo el tiempo rodeada de gente.

¡Gracias! Por fin alguien que me comprende.

—¡Para qué le pase algo! ¡Parece que piensas menos que ella!

—Mamá, tiene veinte años, por el amor de dios. Sabe cuidarse solita.

—¡Y tenía diecinueve cuando le pasó aquello, qué más dará la edad!

—No voy a ir en coche —le recuerdo—. Principalmente porque carezco de carnet. Y de coche.

Mi madre continúa alegando que debo hacer lo que ella me diga porque solo está mirando por mi bien, y a mí se me empiezan a quitar las ganas de salir. Entonces, ella se mueve a la cocina sin dejar de repetir lo mismo y, en un despiste, Max se acerca y me habla en voz baja.

—Lárgate. Yo me ocupo de convencerla.

Felicidad pura instantánea.

—Te debo una —susurro.

—Te la apuntaré con las demás. Fuera.

Me escabullo por la puerta y vuelvo a escuchar los gritos de mi madre desde la casa, aún cuando voy por la esquina. Pero no me importa. Necesito estar conmigo misma unas horas para despejarme de todo.

Camino unos quince minutos, y empiezo a notar la molestia en mi rodilla.

El día del accidente salí muy perjudicada. No como Lay, ella sí tuvo un poco más de suerte. Un par de heridas en el brazo y una contractura en el cuello. Tardó pocas semanas en recuperarse.

Yo, en cambio, todavía arrastro molestias como esta. Me doblé la rodilla cuando el coche giró sobre sí mismo. No fue agradable.

Llego al cine cinco minutos más tarde. Veo las películas en taquilla, pero yo tengo muy claro la que quiero ver esta noche.

—Buenas noches —me saluda el chico que carece de ganas de vivir—. ¿Cuántos tickets?

—Uno para Infinity War. También quiero unas palomitas pequeñas y un refresco, por favor.

El chico lo deja todo sobre el mostrador.

—Son veinticinco con cincuenta.

Hacía tanto que no venía que se me había olvidado lo caro que era el cine.

Hago malabares para sujetarlo todo sin derramar nada y paso al interior de la sala, buscando mi butaca.

Es la número dos, en la fila ocho.

No he traído mis gafas, por lo que en cuanto tomo asiento, me doy cuenta de que no veo absolutamente nada.

El cine está bastante vacío, así que aprovecho y me siento tres filas más cerca.

La fila está vacía, excepto por un chico de cabello castaño que está sentado casi en el otro extremo, absorto en su teléfono.

Las luces se apagan y me centro en la pantalla. Echo mano a las palomitas después de los quince minutos de tráilers.

Yo nunca he sido de buscar planes elaborados. El mero hecho de tener que preparar tanto algo hace que se me quiten las ganas de hacerlo.

Así que prefiero esto. Un plan sencillo, como ir al cine. Hacía años que no salía al cine, y creo que nunca antes me había atrevido a ir sola. Tampoco había tenido tantas ganas de hacerlo.

En realidad, hacía tiempo que no sentía estos nervios por algo.

Me gusta la sensación de estar aquí por mí, porque a mí me apetece. De haber podido elegir lo que yo quería ver. De haber podido comprar palomitas porque yo he querido. Las otras veces que vine siempre estaba todo a gusto de los demás, nunca al mío.

La película va por la mitad. Me está encantando, y me tiene atrapada y con ganas de saber que ocurrirá en el segundo siguiente.

Y lo que ocurre, es que suena un teléfono en medio del suspenso.

Me giro para buscar al responsable que ha sido tan idiota como para no ponerlo en silencio. Y el culpable no es otro que el chico que está sentado en mi fila.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.