Hasta noviembre

Once. El plan menos acertado

—¿Pollo o ternera?

Alzo una bandeja cuando bajo la otra.

—No sé para qué coño te dije que sí —masculla en voz baja.

—¿Cuál te gusta más?

—Ninguno. Soy vegetariano.

Bajo las dos bandejas.

—No eres vegetariano. El otro día comiste hamburguesa, y te aseguro que no era de tofu.

—Vale, no soy vegetariano —admite—. Es solo que odio este sitio, odio hacer la compra y te odio a ti por traerme a este tugurio.

Entreabro los labios, atónita.

—¿No decías que no podías odiarme?

—También te dije que hacías méritos para ello.

Eso sí ha dolido.

Desde que vi su nevera, decidí que tenía que traerlo a un supermercado si no quería que muriera por falta de nutrientes. No sé que tiene en contra de la comida, pero desde luego parece odiarla a muerte.

Oh, mira. Cómo a mí, por lo visto.

Suelto ambas bandejas en su sitio de mala manera.

—Pues nada. Vámonos.

Empiezo a andar, pero extiende un brazo delante de mí cuando intento pasar por su lado, haciéndome chocar con él.

Se pasa una mano por el pelo. Está claro que no le gusta estar aquí.

—Coge la de pollo.

Se me dibuja una sonrisa y la dejo dentro del carrito. Es él quien lo lleva a petición mía y caminamos por el supermercado.

—¿Te gustan las verduras? —le pregunto.

—¿Es necesaria la pregunta? ¿A quién coño le gustan?

—A mí —me encojo de hombros.

Dejo una bolsa de guisantes en el carro.

—Sabía que acerté cuando dije que estabas mal de la cabeza.

Está así todo el día. Es peor que un niño pequeño.

Dejo un par de bolsas más de verduras dentro y por su expresión sé que no le ha gustado que haga eso.

Entonces, aprovecha un momento en el que estoy distraída para sacar las tres bolsas que acabo de escoger e intentar dejarlas donde antes.

—¿Qué haces? —las vuelvo a dejar en su sitio.

—No voy a pagar eso. No me gustan —se queja.

—Deberías comer de todo.

—¿Por qué tienes complejo de madre?

Lo ignoro y empiezo a caminar, pero tengo que volver atrás cuando lo veo plantado en el mismo sitio, mirando el carrito de la compra con la peor cara posible.

Sujeto su muñeca y tiro de él hasta el pasillo de al lado.

—¿Me recuerdas el por qué de hacerme sufrir de esta forma?

—Porque tienes la nevera vacía.

—Maldito el momento en el que te dejé entrar en mi casa.

—No me dejaste entrar, tuve que invadir tu intimidad al mirar en tu carnet y llevarte como pude. ¡Mira! Hay que coger patatas.

Camina detrás de mí arrastrando los pies.

—Para tu información, he sobrevivido veinte años sin que nadie controle lo que como.

—Pues siéntete afortunado de que he llegado a tu vida, porque ibas a morir de hambre en cualquier momento.

Recorremos los pasillos y se detiene en el penúltimo. Se acerca a uno de los estantes.

—Quiero esto —señala.

Me acerco a ver a qué se refiere.

—¿Qué es eso?

—No sé, pero lleva chocolate.

Me mira como esperando mi aprobación. Me encojo de hombros, y no tarda en coger dos bandejas y dejarlas dentro del carro.

Seguimos por el último pasillo y sonrío lo más disimulada que puedo cuando piensa que no lo veo y aprovecha para dejar en el carro una bolsa llena de golosinas.

Eso me ha dado demasiada ternura.

Minutos después, Neithan ha pagado la compra y bajamos con dos bolsas cada uno al parking del supermercado.

Él está mirando como si nada el ticket de compra, mientras que yo continúo atónita por la cantidad que se ha gastado.

—Noventa dólares —murmura, negando con la cabeza—. Me habría salido más barato organizar una cita.

Sonrío al escucharlo.

—¿Tercera insinuación? —lo pico.

—Ya quisieras que ligara contigo.

—Podrías haber dicho un presupuesto, así no hubieras gastado tanto. Es lo que yo hago siempre, para no gastar de más.

—Paso. No tengo problemas de pobres.

Viva la humildad.

Intento ajustar el agarre de las bolsas, pero llevo dos en la misma mano y no aguanto más. Cuando intento llevar una de ellas con la mano mala, noto un latigazo de dolor desde la yema de los dedos hasta el codo.

Me veo deteniéndome y dejándolas a un lado en el suelo.

Para colmo, la rodilla no deja de joder estos últimos días.

—¿Pesan mucho? —me pregunta, acercándose.

—Un poco —admito—. No puedo usar esta mano y me cuesta llevarlas.

—Déjame a mí.

Tira el ticket y sostiene las cuatro bolsas, dos en cada mano, sin ninguna dificultad. Qué envidia.

Lo deja todo dentro del maletero y abordamos el coche.

—¿Puedo poner una canción? —pregunto.

Empieza a conducir y no me responde. Solo me deja su teléfono ya desbloqueado en la mano.

Me decido por poner algo de The Weeknd.

—Pensaba que tendrías buen gusto para la música, aunque fuera por estadística. Pero ya veo que no.

—¿No te gusta The Weeknd?

—Nunca lo he escuchado.

Abro los ojos más de la cuenta.

—¿Cómo es eso posible?

Se encoge de hombros, indiferente.

—Escúchala —le pido antes de subir un poco el volumen—. No sé cómo no te da vergüenza no conocerlo.

Sube aún más la música para no oírme.

Cuando por fin llegamos a su bloque de pisos, su única opinión es: no está mal.

Desde luego, no todo el mundo puede tener buen gusto musical.

Subimos en el ascensor y me sabe mal que Neithan vaya cargado de bolsas. Yo solo he llevado una de camino aquí, y me la ha quitado de la mano.

Entramos en su piso y lo dejamos todo sobre la encimera. El dolor en la mano persiste e intento masajearla un poco, pero no funciona para nada. Entre eso y que la muñequera que me recetaron me está cortando la circulación, estoy a nada de cortarme la mano para que deje de molestar.




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