La lluvia no distingue entre pecadores y santos. Golpea con la misma fuerza el asfalto, los techos y mi piel, empapándome hasta los huesos. El frío es intenso, pero no tanto como la presión que siento en el pecho.
Él está frente a mí, con la chaqueta oscura pegada al cuerpo por el agua y el cabello húmedo cayéndole sobre la frente. Sus puños están cerrados, la mandíbula tensa. Se ve furioso… o tal vez asustado. No estoy segura.
—Dime que quieres que me vaya —su voz es baja, grave, casi un gruñido. No es una súplica, es una advertencia.
Lo miro, sin parpadear, tratando de encontrar en su rostro una grieta por donde entrar. Quiero leerlo, descifrarlo… entender por qué insiste tanto en alejarme cuando todo en su mirada me pide lo contrario.
Mis manos tiemblan. No sé si por el frío o por él. Esa mirada que me recorre como un incendio, que me arrastra a su mundo sin pedir permiso.
Sé que hay una mujer esperándolo en algún lugar. Sé que su vida está marcada por un pasado que debería mantenernos lejos. Y sé que yo debería dar media vuelta y marcharme ahora mismo.
Pero no lo hago.
Nunca he sido buena siguiendo reglas que me impiden respirar.
—No te vayas… —susurro, y esa pequeña rendija de voz es suficiente para que el muro que había entre nosotros se derrumbe.
Un paso.
Solo uno, y su mano roza mi rostro con una delicadeza que contradice por completo la fuerza que transmite. Su pulgar traza un camino invisible sobre mi piel, y por un segundo me olvido de todo: de la lluvia, del frío, de lo que está bien o mal.
Sé que a partir de aquí no habrá marcha atrás. Que estamos cruzando una línea que, una vez pisada, cambiará todo.
Y aun así, lo único que pienso es que lo prefiero… aunque nos cueste arder.