La lluvia había decidido no tener misericordia aquella noche. Caía como si alguien hubiera abierto una compuerta en el cielo, saturando el aire de un olor a asfalto mojado y hojas trituradas. Las luces de neón se distorsionaban en los charcos como recuerdos mal enfocados. Corrí las últimas dos esquinas con el paraguas vuelto cadáver —dos varillas rotas, la tela hundida— y me metí en el primer lugar abierto: un café de fachada estrecha y paredes de madera oscura, con el vidrio empañado desde adentro.
Un campanilleo viejo anunció mi llegada. Calor, vapor, el aroma dulce de algo horneándose, y esa música de fondo que se queda a dos pasos de hacerse protagonista: jazz suave, casi un susurro. Sacudí el paraguas en la entrada y me pasé una mano por el cabello empapado. Había mesas pequeñas, redondas, y lámparas colgantes que dejaban islas de luz tibia. Una pareja compartía un pedazo de pastel sin hablar; un hombre con gabardina revisaba papeles que parecían multiplicarse; una chica con gorro tejía con una concentración envidiable.
Elegí una mesa junto a la pared, con buena vista a la puerta y al resto del lugar. Pedí un latte doble y un croissant al limón intentando fingir que no temblaba por dentro. Me quité el abrigo, lo dejé colgado del respaldo y traté de hacer eso que uno hace cuando necesita bajar la velocidad: respirar contando hasta cuatro, soltar contando hasta seis. Funcionó a medias.
Lo vi cuando ya estaba ahí, como si hubiera surgido de una sombra. No lo vi entrar.
Estaba sentado al fondo, en una mesa para dos, aunque ocupaba el espacio como si el resto del mundo tuviera que pedir permiso para acercarse. Traje oscuro, camisa abierta en el cuello, la chaqueta descansando en el respaldo. Un vaso de whisky —¿en un café?— y la mirada puesta en un punto que no estaba en ninguna parte. No era el típico guapo de vitrina. Era otra cosa: un magnetismo seco, silencioso; esa clase de presencia que se siente antes de reconocerla.
Me descubrí observándolo con un descaro que no suelo permitirme. Tal vez por el refugio de la lluvia; tal vez por un impulso que me pidió dejar de portarme como alguien prudente. Seguía ese gesto de sus manos, la manera calculada de girar el vaso, un círculo lento sobre el mármol, como si en ese movimiento final controlara todo lo que afuera era tormenta. Pensé en palabras como peligro, y me reproché el cliché. Pensé en otras: costumbre de mando, distancia; un idioma que no había aprendido todavía.
Entonces levantó la vista.
No hubo mínimo sobresalto, ni esa incomodidad de quien es sorprendido. Fue un cruce de mirada que no pidió perdón. Su atención cayó sobre mí con la exactitud de un rayo: limpia, total. Algo dentro de mi pecho —una pieza suelta que no sabía que estaba ahí— vibró como si la hubieran tocado. La barista llamó mi nombre; recogí el latte con manos algo torpes, me senté, y cuando volví a mirar, él ya no estaba en su mesa.
—¿Esperas a alguien? —La voz me llegó antes que él, grave, baja, con esa textura que la piel reconoce antes que la mente.
Levanté la vista y ahí estaba, de pie frente a mí, a una distancia que no invadía pero que cambiaba el aire.
—No —respondí, tardando un segundo en encontrar mi voz—. No espero a nadie.
Asintió apenas, como si confirmara un dato que ya tenía.
—Está ocupado todo el lugar —dijo, trasladando el vaso a mi mesa con naturalidad. Miró alrededor. Había, al menos, dos mesas vacías.
Podría haber dicho que no. Podría haber señalado una de esas mesas con un gesto cortés. Lo pensé. Y sin embargo, lo que salió fue:
—Puedes sentarte.
Su media sonrisa no llegó a los ojos, que tenían un gris impasible, vivo. Se sentó frente a mí con la tranquilidad de quien no pide permiso, apoyó los dedos en el vaso y dejó que el silencio hiciera su trabajo. El perfume que llevaba era cálido y limpio, con madera y un rastro especiado, como humo de algo caro. El jazz cambió de tema. Las gotas siguieron golpeando el toldo metálico. Fue un instante contenido, como la respiración antes de zambullirse.
—No eres de esta zona —dijo, no preguntó, como si describiera el clima.
—¿Y eso cómo lo sabes? —quise sonar indiferente; me salió un reto suave.
—Miras el lugar como mapa y salida. —Rozó con el índice el borde húmedo del vaso—. Los de aquí miran con rutina.
Pensé en replicarle que a veces la rutina pesa. No dije nada. Acerqué el latte; el vapor me empañó las pestañas. Entonces lo vi: un destello de metal en su mano izquierda. Una alianza simple, sin detalles. El mundo, por un segundo, hizo un ajuste de foco. Él notó que lo había visto. No escondió la mano.
—Antes de que lo preguntes: sí. —Ni una vacilación—. Tengo pareja.
La barrita de limón de mi croissant pareció agria de pronto. Asentí, como si me importara menos de lo que me importó. Me clavé una regla en la lengua: no preguntes más.
—Si quieres que me vaya —añadió, con un tono que no era disculpa—, me voy.
Podría haberlo dicho. Podría haberlo querido. Lo miré. En su rostro no había arrogancia, pero sí control, una certeza sobre cómo terminan las conversaciones peligrosas cuando uno las corta a tiempo. Elegí no cortarla.
—No hace falta —contesté—. A nadie le viene mal compañía en una noche como esta.
Ese "compañía" se quedó entre nosotros como una palabra con demasiadas aristas. A través del vidrio empañado, la ciudad era una acuarela. Alguien rió en otra mesa. Un cuchillo cortó un pastel con la templanza de un violinista. Él no dijo nada durante varios latidos y me estudió con el tipo de mirada que no cae en el cuerpo, sino en lo que uno intenta esconder.
—¿Nombre? —preguntó al fin.
—Aria —dije—. Aria Blake.
Suave asentimiento. El suyo tardó un segundo más.
—Damian.
Solo Damian. Como si bastara.
—¿Whisky en un café? —pregunté, atreviéndome a poner una sonrisa que no negaba el filo.
—Me gustan los lugares donde nadie espera que el whisky esté bueno —respondió—. Lo sorprendente suele ser más honesto.