La mañana tenía ese gris opaco que se queda después de una tormenta, como si la ciudad hubiera pasado una noche en vela. Las calles aún estaban húmedas, las aceras salpicadas con hojas pegadas al cemento y pequeños charcos que reflejaban los edificios. Caminé despacio, aunque sabía exactamente a dónde iba. No había puesto una alarma, pero mi cuerpo había despertado mucho antes de la hora que suelo abrir los ojos. Y desde entonces, su voz había estado dándome vueltas: "A esta hora. Aquí. Si no vienes, lo entenderé."
Quizá yo misma no entendía por qué estaba volviendo al café. No era costumbre mía buscar complicaciones, y mucho menos provocarlas. Sin embargo, había algo en él… en su forma de mirar como si ya supiera lo que voy a decir antes de que lo diga… que me había arrastrado de nuevo hasta allí.
Empujé la puerta del café y el campanilleo familiar sonó igual que anoche, pero esta vez el ambiente era distinto. Más gente, más ruido de tazas chocando, de cucharas golpeando contra el cristal. El vapor de las máquinas de espresso se mezclaba con el olor de bollería recién horneada. Elegí una mesa cerca de la ventana, desde donde podía ver la calle, los transeúntes apurados y el cielo todavía pesado.
Estaba distraída en ese juego de mirar sin pensar demasiado cuando lo sentí. No lo vi entrar. Lo sentí. Como si una corriente invisible hubiera atravesado la habitación. Alcé la vista y ahí estaba, de pie, con las manos en los bolsillos de su chaqueta, observándome como si no existiera nadie más en ese lugar.
—Llegaste —dijo. No preguntó.
Su tono era el de quien constata un hecho inevitable.
—No estaba segura de que lo hicieras tú —respondí, intentando sonar ligera.
Él caminó hacia mi mesa con paso tranquilo, seguro. Se sentó frente a mí sin esperar invitación, y antes de que pudiera decir algo, ya había hecho una seña al camarero.
—Un whisky —pidió. A plena luz del día, sin dudar.
—¿Whisky otra vez? —pregunté con una media sonrisa—. A esta hora la gente pide café.
Damian sostuvo mi mirada mientras el camarero se alejaba.
—Lo normal nunca me ha servido.
Ese "lo normal" sonó como si fuera un idioma que no pensaba aprender. El camarero volvió con su vaso y mi capuchino, y durante unos segundos ninguno habló. Afuera, una ráfaga de viento movió las gotas que quedaban en los toldos. Dentro, un disco de piano empezó a sonar, lento, melancólico.
—¿Por qué me advertiste que no podías ofrecerme nada? —pregunté finalmente, rompiendo el silencio.
Damian giró el vaso en su mano, el líquido ámbar moviéndose en círculos perfectos.
—Porque es la verdad. No me gusta prometer lo que no puedo cumplir.
—Podrías no decir nada —repuse.
—Podría —admitió, inclinándose apenas hacia mí—. Pero hay cosas que, si empiezan, no se detienen. Y yo… no sé detenerme a medias.
Su confesión tenía filo. No lo decía para seducirme, y eso era lo que lo hacía más peligroso.
—¿Y tu pareja? —pregunté antes de detenerme.
No hubo titubeo.
—Ella está… en otro tiempo. Lo nuestro terminó hace mucho. Pero hay lazos que todavía no puedo cortar.
—¿Porque no quieres o porque no puedes? —quise saber.
—Porque hay cosas que, si las rompes de golpe, cortan más de lo que esperas.
Me quedé en silencio. No supe si lo decía por ella… o por mí.
Damian se recostó en la silla, observándome.
—Deberías alejarte, Aria.
Su voz fue más grave esta vez, como si lo dijera en serio, no como un juego.
—¿Es eso una orden? —pregunté, alzando una ceja.
—Es un consejo. —Sus dedos tocaron el borde de su vaso—. No vengas aquí otra vez a esta hora. No me mires así. No aceptes otra invitación.
—¿Por qué? —quise saber.
—Porque yo no soy un punto medio. Y si te quedas, no habrá retorno.
Su mirada no tembló. Era un aviso y, al mismo tiempo, una provocación.
Me incliné hacia él, consciente de que estaba cruzando una línea invisible.
—Entonces deja de invitarme a quedarme.
Vi la sombra de una sonrisa fugaz en sus labios, pero no dijo nada. Solo bebió un sorbo más de su whisky y apoyó el vaso con cuidado sobre la mesa, como si cada gesto suyo fuera medido.
El silencio volvió, y en ese silencio entendí que ya estaba demasiado dentro para salir.