El cielo amaneció despejado, como si la ciudad se hubiera dado permiso de olvidar la tormenta. El sol encharcaba de luz las fachadas y dejaba un brillo nuevo en los ventanales altos de los edificios. Dormí poco. Cada vez que cerraba los ojos, veía una escena distinta de anoche repetirse con variaciones minúsculas: el pulgar de Damian rozándome la mejilla; la curva de su media sonrisa que no llegaba a los ojos; esa frase —mañana, a esta hora— que había lanzado como un anzuelo y que yo había mordido sin resistencia.
No fui al café. No a esa hora. Caminé por mi ruta habitual, con los audífonos puestos y una lista de reproducción que jamás lograba anticipar mi humor. Pasé frente a un escaparate de una librería de viejo y me detuve porque la portada de un poemario estaba abierta en una página marcada con un trozo de cinta roja. Leí un verso como quien prueba algo que no esperaba: “Hay días en que no sé si la luz abre ventanas o heridas.” Sonreí sin querer.
—Abre las dos —dijo una voz detrás de mí.
El reflejo del vidrio me lo entregó antes de voltear. Damian, sin chaqueta, camisa blanca, las mangas remangadas hasta el antebrazo. En su mano izquierda, la alianza como una astilla de sol. Había algo distinto en su postura esta mañana; menos quietud, una tensión en el hombro derecho, como si hubiera dormido poco o peleado con el mundo.
—¿Siempre apareces cuando miro algo que me importa? —pregunté, con un tono que intentaba ser ligero y fallaba por exceso de verdad.
—Podría preguntarte lo mismo —replicó, mirándome un segundo más del necesario. La mirada bajó a mis manos vacías—. No traes paraguas hoy.
—Hoy no llueve.
—No por fuera.
Quise decir no empieces, pero lo que hice fue entrar. La campanilla de la librería sonó con ese timbre de otro siglo. Polvo amable, madera cansada, estanterías que se inclinaban lo justo para parecer que te confiaban un secreto. El librero alzó la vista y me regaló una sonrisa sin prisa. Damian se detuvo un paso detrás de mí, lo suficiente para no tocarme, lo suficiente para que su presencia desplazara el aire.
—¿Lees poesía? —preguntó.
—Solo los días en que tengo miedo de hablar claro.
—Entonces hoy —dijo, como si hubiera visto el verso pegado a mi lengua.
Me alejé hacia la mesa de novedades ajadas; toqué lomos con las yemas de los dedos, ese gesto que siempre me parece un saludo. Sentí su sombra acompañándome como una pared que camina. No me rozó, pero lo hizo. Hay formas de tocar que no necesitan piel.
—Ayer dijiste no te vayas —murmuró, cerca de mi oreja, lo bastante bajo para que el librero no pudiera escucharnos. Podría haber sonado triunfal. No lo fue—. Hoy no vine a escuchar lo mismo.
—Hoy no vine a pedirte nada —repliqué, con una valentía que me sorprendió.
—Eso es peor.
Tomé un libro al azar para poner algo entre nosotros. No funcionó. Pagué dos volúmenes que probablemente ya tenía en casa. Cuando salimos, el sol había subido un poco, recortando sombras más breves en el suelo. Caminamos un tramo sin decir palabra, como si ese silencio fuera el único idioma que compartíamos con fluidez.
—Tus manos —dije, sin pensar, al notar los nudillos de su mano derecha: la piel enrojecida, un corte apenas cicatrizando—. ¿Qué te pasó?
Damian miró sus propios dedos como si los viera por primera vez.
—Me costó cerrar una puerta —contestó.
—¿Quién estaba del otro lado?
—Algo que no quería entrar.
No era la respuesta que quería. Era la que daba. Me enojó su enigma y me atrajo en la misma proporción. Él lo supo. Sonrió apenas, y esa sonrisa me hizo querer irme y quedarme.
—No puedo acompañarte todo el día, Aria —dijo entonces, con una seriedad repentina—. No debo. Y tampoco debo dejar de mirarte caminar. Así que inventemos una tregua.
—¿Qué es una tregua contigo?
—No nos prometemos nada que no vayamos a cumplir hoy. —Se pasó una mano por el cuello, como si apartara un nudo—. Caminamos dos cuadras juntos. Dos. Y después, cada uno a su mundo.
—¿Y si quiero tres? —pregunté.
—Entonces hoy aprendemos a decir no.
Acepté. Caminamos. Dos cuadras que parecieron una cuerda tensa sobre un río. Me contó —en pedazos breves, sin contexto— que los lunes odia los ascensores, que no soporta el café con azúcar y que hay tres nombres de calles que no pronuncia desde hace años. No pregunté por qué. Le dije —en pedazos iguales— que colecciono entradas de cine en una caja de zapatos, que escribo frases en servilletas cuando algo me descoloca y que hubo una vez en la que me fui de una ciudad sin despedirme de nadie.
—¿Volviste? —preguntó.
—Estoy volviendo —dije, y no especificamos si hablaba de un mapa o de mí.
Al llegar a la segunda esquina se detuvo con precisión casi quirúrgica. Podría haber dado el paso y convertir la tregua en una broma. No lo hice. Lo odié un poco por eso y me odié por obedecer.
—Dos —dijo, mirando el semáforo—. Cúmplelo y te tomaré en serio.
—¿Y si no me interesa que me tomes en serio?
—Entonces ya empezamos mal.
Nos quedamos mirándonos un latido de más. El semáforo cambió a verde. Di un paso hacia mi lado de la ciudad. Su mano me alcanzó antes de que soltara la inercia: un roce mínimo en el interior de mi muñeca, como el peso de una pluma.
—No te distraigas al cruzar —murmuró, con ese tono que confundía orden y caricia.
Seguí andando con la piel ardiéndome por debajo del reloj. No volví la vista, pero lo sentí quedarse hasta que doblé la esquina. Cuando lo hice, puse la espalda contra la pared fría de un edificio y cerré los ojos. Quise escribir algo. No tuve con qué.
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El día decidió volverse largo. Trabajé con el piloto automático puesto y una precisión que solo consigo cuando algo importante ocupa el 80% de mi cabeza. A media tarde recibí un correo de una dirección que no reconocí: remitente vacío, asunto mínimo —Para no olvidar— y un archivo adjunto: una foto borrosa de la mesa del café de anoche, el círculo húmedo del vaso y un sobre con mi nombre escrito a mano. No había texto. No había firma. Miré la esquina inferior: fecha y hora clavadas en el momento en que habíamos salido. Me pregunté si era él. Si alguien más nos miraba. Borré el correo. Lo recuperé de la papelera. Lo guardé en una carpeta que nombré TEMP. No lo era.