Hasta que ardas

Capítulo 4 — El lado oscuro

El cielo estaba impecable, un azul impune que no admitía metáforas. Y, sin embargo, a las seis y cuarenta y nueve de la tarde yo ya estaba frente al antiguo invernadero municipal, un armazón de hierro pintado de blanco, vidrios altos y una verja oxidada que gemía si la tocabas. El cartel de “CERRADO POR RESTAURACIÓN” llevaba meses colgando torcido. Adentro, las sombras dibujaban un entramado fino, y el olor a tierra húmeda persistía como un recuerdo que se niega a irse.

Donde llueva, aunque el cielo esté limpio.

Empujé la puerta lateral —la que un candado viejo simulaba cuidar— y me tragué ese respiro de humedad contenida. Los rociadores del techo, conectados a un sistema automático que alguien olvidó desconectar, habían comenzado su ciclo. Gotas finísimas caían en diagonal, multiplicadas por los vidrios como una llovizna doméstica. Las hojas anchas de algunas plantas sobrevivientes relucían como si acabaran de despertar. Y en el pasillo central, con las mangas remangadas y la mirada clara, estaba él.

Damian Holt.

—Llegaste antes —dijo, caminando hacia mí. Esa forma de moverse… como si acomodara la gravedad a su favor.

—Venía escuchando el sonido del agua —mentí a medias—. Es difícil llegar tarde a una promesa que no es promesa.

Se detuvo a un brazo de distancia. El agua de los rociadores salpicaba nuestros hombros como polvo de vidrio. La camisa blanca pegada a su piel dibujaba líneas en las que preferí no quedarme. Sus nudillos seguían marcados; la herida del derecho había cerrado mal. Hay cosas que cicatrizan con orgullo.

—No traje whisky —dijo con una sonrisa mínima—. Lo consideraré un gesto de respeto.

—Yo traje… —miré mis manos vacías— nada.

—Eso es lo más peligroso que traes —respondió—. Nada te deja sin coartadas.

Nos miramos un segundo más de lo sano. El agua bajó la intensidad y el invernadero se quedó en una penumbra casi cálida. Se escuchaba, a lo lejos, el tráfico como un rumor de oleaje.

—Ayer te vi en la galería —solté, sin rodeos. No quería una coreografía larga—. Vi a tu otra historia.

Damian no parpadeó. No fingió sorpresa. Su honestidad tenía un filo que me obligaba a pararme derecha.

—Se llama Helena —dijo—. Y sí. Es mi esposa.

La palabra cayó con el peso exacto que debía. Esposa. No pareja. No alguien. No un lo nuestro terminó hace tiempo. Esposa. Mi estómago reaccionó como si hubiera comido metal.

—Pensé que… —no terminé. ¿Qué había pensado? Que aquel anillo era un símbolo cómodo, una relación rota, un lazo flojo. Ingenua.

—Pensaste que era más sencillo de lo que es —terminó él por mí—. No voy a explicarte lo que no te cambia nada. Pero no voy a mentirte: lo nuestro, lo mío con Helena, es un acuerdo. Hace años que no nos pertenecemos como la gente cree que una esposa y un esposo se pertenecen.

—Un acuerdo —repetí, probando la palabra en la lengua—. ¿Legal? ¿Económico? ¿De supervivencia?

—De daños —dijo. Y fue peor que cualquiera de las otras opciones—. Los suyos y los míos. Y de nombres que conviene que no salgan en las noticias.

Las gotas volvían a caer, ralas, como si el sistema dudara en seguir. Me apoyé en una baranda fina. El metal estaba frío y me ancló.

—¿Y yo? —pregunté, con la voz más firme de lo que me sentía—. ¿Qué lugar tiene una mujer a la que invitas a no invitarte?

—El que no tenía y ahora tengo —dijo sin dudar—. El margen donde se escriben las cosas que importan cuando el texto principal miente.

Me enojó la belleza de esa frase. Me enojó que dijera margen como si fuera un privilegio. Me enojó que, aun así, el cuerpo me respondiera con esa corriente tibia que confunde rabia con deseo.

—Ayer alguien nos fotografió —le solté entonces, buscando terreno que no fuera poesía—. Recibí un correo sin remitente. La mesa del café. Mi nombre en un sobre. Hora y fecha clavadas.

Ese músculo invisible que Damian aprieta cuando algo no le gusta se tensó un milímetro. Sacó el teléfono, lo desbloqueó sin necesidad de mirar, escribió dos líneas, guardó.

—No fui yo —dijo. Y supe que no mentía—. Y no me gusta que te lleguen cosas que deberían llegarme a mí.

—¿A quién le llegan tus cosas? —pregunté—. ¿A Helena?

La sonrisa se le murió en los labios.

—No. A la gente que está esperando que cometa un error.

—¿Como verte conmigo?

—Como verme con vida —respondió.

El agua recuperó fuerza. Un hilo frío me corrió por el cuello y me erizó la nuca. Sus ojos no se apartaron de los míos.

—¿Qué hiciste, Damian? —pregunté. No quise hacerlo con morbo ni con condena. Lo hice con hambre de entender—. ¿Qué “puerta” cerraste con los nudillos?

—Una que se abría hacia ti —dijo—. No me gusta cuando alguien mira donde yo no quiero que miren.

—El hombre del abrigo —susurré.

Asintió, apenas.

—No trabaja para mí —añadió—. Y por eso me molesta.

De entre las bancas al fondo llegó un crujido. El invernadero magnificaba sonidos pequeños. Me di vuelta con el corazón en las encías. No había nadie. Damian alargó una mano y, sin tocarme, me colocó detrás de él con un gesto seco, aprendido en otro idioma.

—No estamos solos —dijo. No era miedo. Era inventario.

—Yo no veo a nadie.

—Ese es el punto.

Se acercó a la pared lateral, levantó un panel de madera con un movimiento que delató costumbre y reveló un pequeño cuarto de herramientas. Entró, contó dos respiraciones y salió con un trapo limpio, una linterna pequeña y una sonrisa torcida.

—Deberían haber cambiado esta cerradura hace años —comentó—. Supongo que la ciudad confía demasiado en los carteles.

—¿Qué haces? —pregunté, recordando el correo, los nudillos, ese mundo del que apenas me estaba asomando la nariz.

—Lo que hago siempre cuando algo que me importa se vuelve visible —dijo—. Le apago algunas luces al mundo.

Apuntó la linterna a los ángulos altos donde los paneles de vidrio no encajaban perfectos. Me mostró, con paciencia didáctica, dos puntos negros, pequeños, como mosquitos petrificados.




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