Hasta que ardas

Capítulo 5 — Cuando caen las barreras

El día empezó con un olor distinto. No era café, no era lluvia, no era nada que pudiera identificar. Tal vez era yo misma, con el pulso más rápido de lo habitual y una sensación en el pecho como de estar llegando tarde a algo que todavía no había empezado.

El audio de la noche anterior —dos golpes, una respiración, mi apellido— seguía guardado en la carpeta TEMP. No lo había borrado, y eso me irritaba. Lo escuché una vez más, como quien se rasca una herida para comprobar si sigue ahí. Y sí: seguía ahí, viva y sin respuesta.

A las once, mi teléfono vibró. Número desconocido. Mensaje de una sola línea:

Abre la puerta en cuanto golpee tres veces.

No había signo de interrogación ni nombre. Pero no necesitaba firma. Lo supe. Damian.

Me encontré revisando mi reflejo en el vidrio de la ventana, como si él fuera a entrar con un cuaderno de anotaciones sobre mi aspecto. No era vanidad. Era algo más primitivo: la necesidad de estar entera cuando el mundo que trae consigo atraviesa mi umbral.

A las 11:17, tres golpes, secos, medidos. Abrí.

Damian estaba de negro. Camiseta, chaqueta ligera, jeans oscuros. Sin corbata, sin armadura visible. Pero sus ojos… había en ellos una alerta que no se disolvía ni en el calor de la mañana.

—Tienes cinco minutos —dijo, entrando sin esperar invitación—. Después, nos vamos.

—¿A dónde?

—A un lugar donde nadie sabe tu nombre real.

—Ese no es mi estilo.

—Tampoco era el mío, hasta que lo fue.

Cerró la puerta detrás de él. Se quedó de pie, mirándome, como si estuviera confirmando que todo seguía en su sitio. Yo, él, mi salón. La normalidad como escenario temporal.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Anoche no dormí. Y no por insomnio. —Se pasó una mano por la nuca—. La gente que envía audios así no se equivoca de destinatario.

—¿Sabes quién fue?

—Sí. —Su mirada se endureció—. Y por eso estás más segura conmigo que sola.

Lo dijo como si fuera un hecho, no un ofrecimiento. Y, contra toda lógica, le creí.

---

El lugar era un loft vacío en el último piso de un edificio viejo. Ventanas altas, persianas a medio bajar, un sofá gris contra la pared y una mesa metálica con dos sillas. El aire olía a madera seca y a algo más: metal, quizá. Damian dejó su chaqueta en el respaldo de una silla y fue directo a las ventanas, cerrando cada rendija como quien memoriza un ritual.

—¿Este es tu escondite? —pregunté.

—Uno de ellos.

—¿Y qué soy yo aquí? ¿Invitada, rehén, compañía?

—Hoy —dijo, acercándose— eres la única persona en este lugar que no me debe nada.

Eso, viniendo de él, era más íntimo que cualquier caricia.

Me ofreció un vaso de agua. Lo tomé. No bebí. Él se quedó de pie frente a mí, tan cerca que podía sentir el calor que irradiaba, ese calor que no tenía nada que ver con la temperatura ambiente.

—Aria —empezó, y había en su voz un peso distinto—. Ayer, en el invernadero, quise tocarte. Y no lo hice. Hoy no estoy seguro de querer dejarlo para después.

Podría haberlo dicho de otra forma. Podría haber usado un rodeo, un juego, una metáfora. No lo hizo. Era él, hablando desde ese lugar donde las decisiones se hacen antes que las frases.

No respondí con palabras. Dejé el vaso sobre la mesa, con cuidado. Mis manos estaban libres. Las suyas también. Nos miramos como si estuviéramos acordando el idioma en que iba a pasar todo.

Cuando su mano tocó mi mejilla, sentí el mismo pulso rápido de anoche, pero multiplicado. Era un toque lento, casi una pregunta. No lo rechacé. Al contrario: incliné la cabeza apenas hacia él.

—Si esto empieza —dijo, con la respiración cerca—, no voy a detenerlo por miedo. Solo por peligro real.

—Yo sabré distinguir la diferencia —respondí.

No me besó de inmediato. Acortó la distancia de a milímetros, como si quisiera memorizar el momento exacto en que el aire deja de ser aire y se convierte en alguien. Y cuando por fin sus labios rozaron los míos, no fue un asalto ni una declaración. Fue una promesa peligrosa, envuelta en calor.

El beso creció, lento pero firme. Sus manos bajaron a mi cintura, como si ahí estuviera el centro de todo. Las mías encontraron la tela de su camiseta, caliente, elástica, pegada a una piel que tensaba y relajaba al ritmo de mi boca.

—No sabes cuánto tiempo llevo evitando esto —murmuró contra mis labios.

—No quiero saberlo —dije, y lo besé otra vez, más hondo.

No sé cuánto duró. El mundo se redujo a dos respiraciones, dos ritmos cardíacos y un silencio que no estaba vacío, sino lleno de todo lo que no habíamos dicho. Cuando nos separamos apenas, él apoyó la frente en la mía.

—Ahora sí —dijo, y su voz era un arma y un refugio—, caen las barreras.

No le pregunté cuáles. Algunas respuestas es mejor sentirlas que oírlas.

---

La tarde se fue filtrando por las persianas. Hablamos poco. Tocamos más. No fue un momento precipitado, sino un espacio donde los cuerpos se reconocieron sin disfraz. Entre caricias y silencios, entendí que el lado oscuro de Damian no era solo lo que el mundo le había hecho… sino lo que él estaba dispuesto a hacer para proteger lo que eligiera. Y ese día, me había elegido a mí.

Cuando nos vestimos otra vez, él miró el reloj.

—Se acabó la tregua —dijo—. Si nos quedamos más, alguien va a notar que faltamos.

—¿Alguien como quién?

—Como todos.

Y entonces, justo antes de abrir la puerta, se volvió y me dio un beso breve, casi brusco. No fue romántico. Fue un sello.

—Para que recuerdes que ya cruzamos —dijo.

Salimos. El pasillo estaba vacío. Pero al bajar las escaleras, tuve la clara sensación de que un par de ojos nos seguían. Y, por primera vez, no supe si eran enemigos… o la sombra de Helena.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.