La ciudad amaneció distinta, como si la noche hubiera dejado una marca invisible. No era solo el silencio… era esa clase de quietud que se siente cuando un depredador se queda inmóvil antes de atacar.
Preparé café y traté de obligarme a una rutina. Encendí la televisión, dejé el volumen bajo, abrí la ventana para que entrara el aire. Desde allí, la calle parecía normal: coches pasando, una mujer paseando a su perro, el repartidor de siempre con su moto. Pero mi piel no compraba esa versión. Era como si algo me mirara desde el punto ciego.
Al mediodía salí a hacer unas compras, pensando que quizá necesitaba distraerme. En la tercera tienda, mientras elegía fruta, lo vi. Reflejado en el cristal del refrigerador. Alto, delgado, con un abrigo oscuro imposible de justificar con el calor. No estaba mirando nada en particular… o fingía no hacerlo.
El corazón me dio un golpe seco. Intenté ignorarlo, pagar y salir. Crucé la calle en dirección opuesta, pero esa sensación de ser seguida se pegó a mi espalda como sombra húmeda. No me atreví a mirar.
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Damian apareció en mi puerta al caer la tarde. No hubo mensajes previos ni toques característicos. Solo un golpe firme y, cuando abrí, él ahí: traje oscuro, el rostro marcado por una tensión que no disimulaba.
—Coge tu bolso —dijo—. Nos vamos.
—¿A dónde?
—Donde no puedan escucharnos.
Su voz no admitía discusión. Cerré la puerta, recogí lo necesario y lo seguí hasta su coche. Durante el trayecto, no habló. Solo sus manos en el volante, los nudillos tensos, los ojos fijos en la carretera como si el mundo dependiera de no apartarlos.
Estacionó frente a un edificio sin letreros. Subimos tres pisos por escaleras, pasamos un pasillo estrecho y llegamos a una puerta reforzada. Entramos. Dentro, una oficina pequeña: paredes lisas, una mesa metálica, dos sillas y una ventana cubierta con persianas cerradas.
Damian cerró con doble vuelta.
—Aquí nadie nos escucha.
—¿Vas a decirme qué pasa? —pregunté.
—Helena te vio —dijo, y la forma en que lo pronunció me heló la sangre—. No en la galería. Después. Sabe quién eres, dónde vives y que has estado conmigo más de una vez.
Me quedé inmóvil. No sabía si era miedo o aceptación de lo inevitable.
—¿Y qué significa? —pregunté al fin.
—Que va a moverse —respondió, mirándome sin pestañear—. Helena no discute. Actúa. Usa gente para hacer su trabajo. Personas que me odian, que creen que me deben algo… o que no me deben nada y quieren verme caer.
—Hoy me siguió alguien —confesé—. Alto, abrigo largo.
—El del invernadero —confirmó él—. Y si él está cerca, es porque Helena quiere que sepas que te están mirando. No es una amenaza física todavía… es psicológica. La peor, si no sabes controlarla.
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No sé cómo terminamos en su coche otra vez, esta vez rumbo a un barrio que no conocía. Aparcamos frente a un edificio antiguo, subimos en ascensor hasta un ático. Era amplio, moderno, con ventanales que mostraban la ciudad desde arriba.
—Aquí no pueden entrar sin que yo lo sepa —dijo, cerrando con llave.
—¿Y si ya están adentro? —pregunté.
Damian se giró. Sus ojos me escanearon, serios.
—Entonces no saldremos hasta que se vayan.
Me dejó en el salón mientras iba a la cocina. Regresó con dos vasos: whisky para él, agua para mí.
—No tienes que quedarte si no quieres —dijo, aunque su tono insinuaba que no quería que me fuera.
—No voy a dejarte solo —repliqué.
Se quedó mirándome un momento, como si esa respuesta tuviera más peso del que imaginaba. Luego dejó el vaso, cruzó el espacio entre nosotros y se detuvo a medio metro.
—Aria —su voz bajó—, si seguimos así, Helena va a usar todo lo que sabe para quebrarte. Y yo no puedo prometer que siempre llegaré a tiempo.
—Entonces no me dejes fuera —contesté.
Una sombra cruzó sus facciones. No era miedo. Era decisión.
—Mañana voy a enfrentarla —dijo—. No solo a ella. A todo.
—¿Y si no vuelves igual?
Su media sonrisa fue amarga.
—Entonces asegúrate de recordar esto.
Su mano se apoyó en mi nuca, acercándome hasta que nuestros labios quedaron a un suspiro. No me besó de inmediato. Me dejó sentir el peso de lo que estaba a punto de cruzar. Cuando por fin lo hizo, fue lento, profundo, con una intensidad que no buscaba calma… sino marcar territorio en mi memoria.
Me separé apenas para respirar.
—Eso no lo voy a olvidar.
—De eso se trata —dijo.
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Pasamos la noche juntos, sin dormir mucho. No hubo prisa por cruzar más límites, como si los dos supiéramos que el verdadero peligro no estaba en el cuerpo, sino en lo que estaba por venir. Cada vez que cerraba los ojos, escuchaba pasos en mi mente. No sabía si eran imaginarios… o si Helena ya había movido otra pieza.
Al amanecer, mientras la luz empezaba a dibujar la ciudad, Damian se levantó. Se vistió en silencio. Antes de salir, se inclinó hacia mí.
—Hoy voy a elegir. A ti. Y a lo que eso significa.
No le pregunté qué implicaba esa elección.
Porque en el fondo… ya lo sabía.