Hasta que ardas

Capítulo 7 — Elección

Capítulo 7 — Elección

El día empezó sin mensajes de Damian. Ni una llamada, ni una señal. Solo el eco de sus últimas palabras la noche anterior:
“Hoy voy a elegir. A ti.”

Podría haberlo tomado como una promesa, pero sonaba más a una advertencia. Y las advertencias en su voz nunca eran gratuitas.

Pasé la mañana tratando de distraerme, pero el aire en mi apartamento parecía más denso de lo habitual. Las paredes, más cercanas. Los sonidos de la calle, más nítidos. Me descubrí mirando la puerta con demasiada frecuencia, como si mi cuerpo supiera antes que yo que algo iba a ocurrir.

A las 12:43 p.m., el teléfono vibró. Mensaje sin nombre:
“No salgas. Si alguien llama, no abras.”

No necesitaba preguntar quién lo envió. Las órdenes secas de Damian eran inconfundibles. Y lo peor de todo… es que siempre tenía razón.

Pasó una hora. Luego otra. Y entonces, tres golpes secos contra la puerta. No más. No menos.

Me acerqué despacio, la respiración acelerada. Miré por la mirilla… y sentí cómo se me helaba la sangre.

Helena.

No era la imagen difusa que había visto en la galería. No era la figura distante que podía reducir a un concepto: “la esposa”. Era real. Estaba ahí. Traje beige impecable, tacones finos, el cabello recogido en una coleta baja que no dejaba un solo mechón fuera de lugar. En su mano, un bolso pequeño que parecía un accesorio más… pero que intuía no estaba vacío.

Su rostro no transmitía enfado. Sonreía. Y eso me dio más miedo que cualquier amenaza directa.

—Eres más guapa de lo que pensé —dijo, con un tono que se quedaba entre el elogio y la sentencia—. Pero eso no te va a servir de nada.

Mi corazón latía tan fuerte que pensé que podría oírlo. No respondí. No me moví. Ella se inclinó un poco, como si supiera exactamente dónde estaba mi oído.

—Él es mío. —Sus palabras fueron suaves, pero el filo se sintió como un corte—. Y lo seguirá siendo… aunque tú estés en la foto.

Se enderezó, acomodó un pliegue invisible de su chaqueta y se fue. Sus tacones resonaron en el pasillo como una cuenta regresiva.

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No sé cuánto tiempo me quedé inmóvil después de eso. Lo suficiente para que la luz cambiara y el miedo se mezclara con un enojo que no sabía si era conmigo misma o con ella.

A las 7:16 p.m., la puerta se abrió. Ni golpes, ni aviso. Solo Damian, entrando con el traje arrugado, la corbata en la mano y la camisa marcada por el día. Tenía el cabello un poco desordenado y un brillo extraño en los ojos.

—¿Estás bien? —pregunté, y mi voz sonó más cargada de lo que esperaba.

—Sí. —Se acercó y cerró la puerta—. Ya está hecho.

—¿Qué hiciste?

—La dejé.

Esa frase no fue un alivio inmediato. No porque no quisiera escucharla, sino porque entendía el peso que llevaba en su mundo. No era solo terminar una relación. Era romper un contrato no escrito, uno que seguramente no se firmaba en papel, sino con lealtades y amenazas.

Me hundí en el sofá, intentando procesarlo.

—¿Cómo reaccionó?

—Como esperaba. —Se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre el respaldo—. No gritó. No lloró. No me pidió explicaciones. Solo me miró como si supiera que esto iba a pasar desde el principio. Y sonrió.

—¿Eso es bueno?

—Con Helena… —soltó una risa seca—, siempre es malo.

Se acercó y tomó mi cara entre sus manos. Sus dedos estaban fríos, pero firmes.
—Hoy tomé la única decisión que importaba, Aria.

—¿Y qué pasa ahora?

—Ahora nos van a atacar de frente. —Sus ojos no se apartaron de los míos—. Y prefiero eso a tenerlos escondidos detrás de ti.

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Cenamos juntos, aunque ninguno tenía hambre. La comida fue una excusa para sentarnos frente a frente, para sentirnos menos vulnerables en medio de la tensión. Me contó detalles de la reunión: cómo había elegido un lugar neutral, con dos testigos que no le debían nada a Helena. Cómo había dicho las palabras exactas para que no quedara duda… y cómo ella no había intentado detenerlo.

—Eso es lo que más me preocupa —admitió—. Que no hizo nada para impedirlo. Eso significa que ya tiene un plan.

—¿Y si su plan es ir por mí?

—Entonces… —inclinó la cabeza, serio—, tendrá que pasar por encima de mí.

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Más tarde, salimos a la terraza. La ciudad brillaba como un mapa iluminado bajo nosotros. Damian apoyó las manos en la baranda, mirando hacia abajo.

—Podríamos irnos —sugerí—. Desaparecer antes de que esto explote.

—No. —Su respuesta fue inmediata—. Irse sería darle la razón. Quedarse es pelear.

Se giró, acercándose lo suficiente como para que el aire entre nosotros se calentara.
—Y no pienso pelear sin ti.

Mis manos buscaron las suyas, y en ese contacto entendí que su elección no había sido solo dejar a Helena. Había sido ponerme a mí en el centro del campo de batalla.

Su beso llegó sin aviso, intenso, sin reservas, como si estuviera marcando un territorio en mí y en él mismo. Cuando nos separamos, apoyó la frente en la mía.

—Mañana, cuando toque la puerta, abre. Seré yo… o será el final.

No supe si lo decía como amenaza o como promesa. Tal vez ambas.

Dormimos juntos, pero el sueño fue un campo minado. Él se movía inquieto, yo escuchaba cada sonido, cada golpe de viento contra las ventanas. Y aunque la noche pasó, la sensación de cuenta regresiva no lo hizo.

Al amanecer, me encontré mirándolo mientras dormía, y pensé:
Eligió. Pero ahora, nosotros dos somos la apuesta.




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