La ciudad amaneció ahogada en neblina, como si supiera que ese día algo iba a romperse. No era una mañana normal, no para mí. No para nosotros.
Desperté sola. La sábana de su lado estaba fría, y no había señales de Damian. Ni un mensaje, ni una nota, solo el silencio espeso del apartamento. Me quedé mirando el techo, recordando lo último que me dijo anoche, con esa voz grave que siempre me desarma:
“Mañana, cuando toque la puerta, abre. Seré yo… o será el final.”
Eran las 10:32 cuando los tres golpes sonaron. Secos. Medidos. Exactos.
No miré por la mirilla. Abrí.
Damian estaba ahí. Traje oscuro, expresión afilada, los ojos más fríos de lo que jamás se los había visto. Detrás de él, dos hombres trajeados que no reconocí. En su mano, un maletín negro.
—Vístete bien —ordenó sin rodeos—. Vamos a cerrar esto.
—¿Cerrar qué?
—A Helena.
No pregunté más. Me puse un vestido negro, recogí el cabello y me puse la chaqueta. Su mirada no se apartó de mí mientras bajábamos las escaleras, como si estuviera midiendo cada paso que daba.
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El camino a la mansión de Helena fue silencioso. El motor del coche y mi respiración eran lo único que rompía la tensión. Damian mantenía una mano en el volante y otra sobre mi rodilla, apretando con fuerza intermitente, como si quisiera decirme algo sin palabras.
Cuando llegamos, la vi. Helena estaba de pie en la entrada, como si supiera exactamente la hora a la que íbamos a llegar. Vestido blanco, sonrisa calculada, tacones que golpeaban el mármol con un ritmo que parecía marcar la cuenta regresiva.
—Así que esta es la famosa Aria —dijo, evaluándome de pies a cabeza—. Más real de lo que imaginaba.
Damian no cayó en el juego.
—Venimos a hablar.
—¿Hablar? —su risa fue breve y sin alegría—. No pensé que aún fingieras diplomacia.
El interior de la casa era un museo de lujo y frialdad. No había nada que hablara de hogar. Damian puso el maletín sobre una mesa de cristal y lo abrió: documentos, contratos, fotos, firmas.
—Aquí está todo —dijo—. Los acuerdos, las pruebas… lo que firmaste y lo que ocultaste.
Helena los hojeó sin prisa.
—Interesante. ¿Y con esto crees que me obligarás a dejarte libre?
—No —su voz fue un filo—. Esto te obliga a no tocarla a ella.
Sus ojos se clavaron en los míos.
—Querida, no necesito tocarte para destruirte.
No sé si fue amenaza o promesa, pero me caló hasta los huesos.
Damian no se movió.
—Firmas, Helena, o me encargo de que cada socio que tienes sepa exactamente lo que eres.
Ella dejó escapar una pequeña risa, como si quisiera demostrar que seguía en control, pero firmó. Antes de soltar la pluma, se inclinó hacia mí.
—Él cree que te está salvando. No tiene idea de que eres tú la que lo va a destruir.
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El regreso fue cualquier cosa menos tranquilo. Apenas tomamos la autopista, un coche negro apareció por el retrovisor. No era coincidencia.
—Damian… —empecé a decir, pero antes de que terminara, el coche aceleró y se colocó a nuestro lado.
Un golpe seco contra nuestro vehículo. Damian giró el volante, esquivando el siguiente. La adrenalina me subió a la garganta.
—¡Nos está siguiendo!
—Lo sé. —Su mirada era puro cálculo—. Aguanta.
Durante minutos, todo fue un juego peligroso de frenos y aceleraciones. Finalmente, Damian hizo una maniobra brusca que nos permitió perderlos en una calle lateral. Se detuvo solo cuando estuvo seguro de que no nos seguían.
—Esto no va a parar, Aria —dijo, respirando agitado—. Helena no se detiene solo porque haya firmado un papel.
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En su apartamento, el silencio volvió, pero no el mismo. Este pesaba más. Me quité la chaqueta y lo miré.
—¿Te das cuenta de lo que me estás arrastrando? —mi voz temblaba, pero no me escondí—. Esto no es solo tu guerra. Es mi vida.
Él se acercó hasta que no hubo espacio entre nosotros.
—Por eso te elegí a ti. —Sus manos tomaron mi rostro—. Si voy a arder, será contigo.
El beso llegó como una descarga. No era suave, era hambre, era rabia, era alivio. Lo empujé contra la pared, y sus manos me levantaron con facilidad, como si no hubiera otra opción que fundirnos.
La ropa cayó al suelo como si estorbara. Cada caricia era una declaración, cada suspiro un pacto silencioso. No había miedo, no había culpa, solo la certeza de que estábamos donde queríamos, aunque todo el mundo se incendiara afuera.
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Horas después, envueltos en sábanas y con la lluvia golpeando el cristal, Damian habló.
—Con Helena nunca fue amor. Fue un trato. Poder por poder. Y yo… estaba cómodo así, hasta que llegaste.
Le acaricié la mandíbula, sintiendo el leve temblor en su voz.
—No vine para salvarte.
—Lo sé —me besó la mano—. Pero me encendiste igual.
Me abrazó con fuerza, como si quisiera anclarme a su pecho. Afuera, la tormenta rugía. Dentro, nosotros también.
Su voz llegó en un susurro final, pero ardió más que cualquier grito.
—Que arda todo… mientras no te pierda.