Habían pasado seis meses desde aquella noche en que todo se incendió, literal y metafóricamente. Helena había desaparecido del mapa después de un último movimiento desesperado que fracasó, y Damian… Damian había cumplido su promesa: sacarme de la línea de fuego, pero sin alejarse de mí.
Nos mudamos a un loft en una de las zonas más altas de la ciudad, con ventanales que dejaban ver el horizonte entero. Era su idea, decía que así “podía vigilar todo” y, en el fondo, sé que también lo hacía porque odiaba no saber qué pasaba fuera de su alcance.
La primera vez que amanecimos ahí, él estaba de pie frente al cristal, solo con el pantalón del pijama, y la luz de la mañana marcando la silueta de su espalda ancha y sus hombros tensos. Me acerqué y rodeé su cintura con los brazos.
—Sigues despertando como si esperases que algo pase —murmuré contra su piel.
—No se apaga en un día, Aria. Lo que éramos antes… lo que yo era antes —dijo sin mirarme—. Pero tú haces que no me importe tanto.
Lo giré para que me mirara. Sus ojos, esos grises que antes parecían de acero, ahora tenían un brillo distinto, como si parte de la armadura hubiera caído.
---
La vida con Damian no era un cuento de hadas. A veces discutíamos. Él todavía tenía arranques de ese hombre controlador que quería decidir por mí, y yo… yo ya no era la chica que se callaba. Pero cada pelea terminaba en conversaciones largas o en noches donde el lenguaje eran nuestras manos y nuestras bocas, pidiéndonos perdón sin palabras.
Recuerdo una tarde lluviosa, parecida a la que selló nuestra historia. Estábamos en la cocina, él cortando verduras de una forma tan precisa que parecía cirugía.
—No entiendo por qué insistes en aprender a cocinar si odias seguir recetas —bromeé, sentándome sobre la encimera.
—Porque me gusta improvisar… y porque sé que te gusta verme así —respondió con media sonrisa, acercándose lo suficiente como para rozar mis rodillas con su cadera.
El beso que me dio no sabía a salsa ni a vino. Sabía a hogar. Y en ese instante entendí que, aunque nuestras vidas hubieran empezado en un incendio, lo que estábamos construyendo era un refugio.
---
Un mes después, en una escapada al mar, pasó algo que quedó grabado en mi memoria como el símbolo de lo que éramos. Caminábamos descalzos por la orilla, el atardecer pintando el cielo de rojo y naranja. Damian se detuvo, me tomó de la mano y me obligó a girar hacia él.
—Nunca te lo dije —su voz era seria, como cuando algo le importa demasiado—, pero esa noche, en la mansión de Helena… pensé que ibas a salir corriendo.
—Lo pensé —admití—. Pero me di cuenta de que si me iba, me pasaría la vida preguntándome qué habría pasado si me quedaba.
Él sonrió, pero no era esa sonrisa arrogante de antes. Era una que guardaba gratitud.
—Y ahora…
—Ahora —lo interrumpí—, sé que ardería una y mil veces más, si es contigo.
Me abrazó, enterrando el rostro en mi cuello, y en ese momento supe que no importaba lo que viniera después. Habíamos elegido este fuego, y lo haríamos siempre.
---
Esa noche, en la habitación del hotel frente al mar, él me hizo el amor como si estuviera reclamando cada segundo que alguna vez pensamos que no tendríamos. Fue lento al principio, casi reverente, y luego urgente, como si el mundo se acabara y lo único que quedara fuera nuestra piel.
Entre susurros y caricias, me dijo algo que guardé como un juramento:
—Aria Blake, hasta que ardas… y aún después.
Y entendí que no importaban los fantasmas, ni los enemigos, ni los incendios.
Mientras hubiera fuego, mientras nuestras manos supieran encontrarse… no habría final.