Fui cegada por el resplandor del que mi alrededor consistía nada más abrir los ojos. Una eterna nube blanca, en la que mi cuerpo se había visto atrapado, se esparcía por un espacio sin límites. Me incorporé a duras penas y comencé a recorrer una inexistente e invariable distancia. No había nada ni nadie allí. Hasta que la vi.
—¿Madre? —susurré, confundida ante la imagen que se reflejaba frente a mí—. Madre, ¿es usted? —insistí al no obtener respuesta.
Me acerqué a paso lento en su dirección, consciente de cada movimiento efectuado por mis extremidades, y entrecerré mis ojos, enfocando a la figura incorpórea.
—¡Madre! —Las lágrimas acudieron a mis ojos al divisar su particular e inconfundible sonrisa.
—Isabella —susurró ella con un eco de voz.
—Madre, ¿qué está haciendo aquí?
—No soy yo quien está donde no debe estar. Aún es pronto para ti, hija.
Fruncí el ceño, aún confundida; no alcanzaba a comprender la situación.
—Deberías volver, Isabella. —Me sonrió.
—¿Volver? ¿Dónde estoy? —Me giré hacia todos lados intentando ubicarme en vano.
—En todas partes y en ninguna.
—¿Podría ser más concisa?
—No tenemos tiempo. Debes volver, abre los ojos, Isabella. —Su voz era apenas un susurro, perdiéndose por el espacio que nos rodeaba.
—Pero, madre, no entiendo… —Las lágrimas amenazaban con escapar de entre mis párpados.
—He de marcharme.
—Pero… ¡madre!
—Abre los ojos —repitió sin mirarme.
El espectro de mi madre desapareció en la nada dejándome sumida en la más absoluta confusión. De pronto, cerré los ojos con fuerza y los volví a abrir obedeciendo sus órdenes.
La imagen que ahora divisaba por mis diminutos ojos negros era completamente diferente a la anterior. Me encontraba en una lujosa habitación; había una enorme cama con dosel y sábanas en color azul pastel sobre la que estaba tumbada, las paredes eran de papel tapiz floreado y una gigantesca lámpara de araña con velas consumidas colgaba del techo.
Me incorporé sobre mis codos y pude observar el resto de la habitación. Una alfombra blanca se extendía por el suelo, un armario de madera oscura barnizada se alzaba en el fondo de la habitación y un espejo con retoques dorados quedaba a su derecha. Una leve brisa me hizo girar la cabeza hacia su procedencia, quedando maravillada con la imponente ventana con cortinas también azules que impedían la completa entrada de la luz del exterior. Las mesillas, a ambos lados de la cama, estaban presididas por candelabros dorados y velas encendidas.
Había visto habitaciones muy parecidas en Inglaterra, pero esta en particular era, sin duda, la más bonita y acogedora de todas ellas.
Me levanté para observar las vistas desde la ventana; nieve y más nieve cubría el terreno y una ventisca se cernía sobre el lugar. La casa estaba situada en mitad de un extenso bosque, sin ninguna otra edificación cercana.
Desconocía qué o quién me habría llevado a acabar en esta hermosa habitación. Recordaba haber intentado alojarme en varios hostales de Baltimore y haber sido rechazada en todos y cada uno de ellos. Recordaba también la decisión que había tomado de caminar hasta el pueblo más cercano a la ciudad, decantándome por Towson. Recordaba mi pequeño descanso en mitad del camino y cómo había empezado aquella tormenta de nieve que seguía sin cesar. Y recordaba haber caído finalmente rendida al suelo sin fuerzas para continuar.
Lo que no alcanzaba a recordar era cómo había llegado hasta aquí. A estas alturas debería estar yaciendo bajo metros y metros de nieve. Me mordí el labio, nerviosa, ansiando conocer a la persona que me encontró.
¿Quién habría decidido ayudarme? ¿Quién me habría salvado de las fauces de la muerte?
Imágenes del supuesto salvador se sucedían una detrás de otra mientras caminaba de un lado para el otro de la habitación y enumeraba con los dedos. Un hombre alto, apuesto y adinerado por lo que podía observar en la habitación. Amable, honrado, risueño y elegante. Un hombre apasionado, atrevido y trabajador. Un hombre culto, inteligente y sincero. Alguien alegre y divertido.
No podía borrar mi sonrisa a la par que bailoteaba sujetando mi vestido para no pisarlo. Solía escuchar continuas riñas de mi madre por mi imaginación; me decía que debía bajar de las nubes y que tales imágenes que proyectaba en mi mente no eran reales. Yo no la escuchaba, sabía que en algún lugar del inmenso mundo que nos acogía se encontraría mi hombre ideal, aquella imagen idealizada del hombre perfecto que detallaba con mis palabras. Y estaba segura de que mi salvador poseería muchas de esas cualidades.
Sin poder aguantar ni un minuto más, miré hacia la puerta y corrí hacia ella; así el picaporte con mis manos tomando aire. Había llegado la hora de conocerle.
—Buenos días, señorita —me saludó una sirvienta desde el otro lado asustándome—. Venía a traerle el desayuno, ¿iba a alguna parte?
—Hola, buenos días —saludé con atropellada alegría—. Muy amable, pero no tengo hambre en este momento.