Habían pasado dos días, ¡dos días!, desde que llegué a la mansión, y para mí se asemejaba a una eternidad. Me despertaba al alba, cuando los primeros rayos de luz aún no habían aparecido, y comenzaba aquella rutina que estaba comenzando a exasperarme. Era extraño, porque a pesar de la horrible tormenta de nieve, el sol brillaba en el cielo, oculto tras las nubes.
Cada mañana hacía tiempo admirando el paisaje a través de la ventana, escondida tras las cortinas, antes del desayuno que Mary, la sirvienta, me servía en mi habitación. La escena no variaba, era siempre la misma: llamaba a la puerta para, acto seguido, entrar por la misma y dejar la bandeja sobre la cómoda.
Había intentado entablar conversación con ella, por socializar un poco con alguien, pero apenas habíamos cruzado más de dos palabras. Según me había comentado, ella también andaba bastante atareada.
La madre del señor Duncan se encontraba reposando en cama. El frío temporal le había hecho enfermar una semana antes de que yo llegara y aún seguía recuperándose. Cada noche le mandaba todas mis fuerzas y ánimos para que saliera de esta, aunque no la hubiese conocido todavía.
Por otra parte, había oído que una joven se alojaba también en la mansión. Una amiga de la familia que estaba de visita cuando la tormenta comenzó y que, como yo, debía permanecer bajo este techo hasta que la misma cesara.
En mi segunda noche aquí conocí a Sophie, la sobrina de Mary, y me pareció una muchacha encantadora. Ella era la cocinera y no pude dejar pasar por alto mi enorme agradecimiento por su trabajo. Toda la comida estaba exquisita y ella era la autora de tal exquisitez.
La misma Sophie fue quien me comentó sobre la presencia de otra joven en mi situación. No mencionó su nombre en ningún momento, pero sí que me hizo saber que no era alguien de su agrado. Por alguna razón, decidió confiarme aquella confesión; pero yo no era alguien que juzgara sin conocer, así que estaba dispuesta a darle una oportunidad a aquella señorita que se alojaba a dos puertas de mi habitación.
Me retiré de la ventana en el mismo momento en que llamaban a la puerta.
—Buenos días, señorita Collins —me saludó Mary con amabilidad—. Le traigo su desayuno.
—Muchas gracias, Mary —contesté con una radiante sonrisa—. ¿Hay alguna mejoría en el estado de salud de la señora Duncan?
—La señora sigue bastante débil, pero confío en que en unos días pueda levantarse; de lo contrario, podría sufrir de dolores musculares. —Dejó la bandeja sobre la cómoda—. Intento que cambie de posición cada día, pero la señora es muy obstinada y no consigue conciliar el sueño si no es bocarriba.
—Vaya… ¿y el señor Duncan no podría intentar persuadirla para ello?
—Como usted ya sabe, el señor está bastante ocupado con sus negocios; ¡vaya!, no tiene tiempo ni para su propia madre. —Mary había comenzado a cambiar mis sábanas.
—Eso es algo muy triste —confesé mirando por la ventana antes de ayudarla en su tarea—. Si mi madre siguiera viva y enfermara, no podría separarme de su lado.
—Cada familia es un mundo, señorita. —Sacudió la cama ya hecha y me sonrió despidiéndose.
Me acerqué hacia la bandeja y tomé mi habitual vaso de leche junto con unos huevos revueltos y una rebanada de pan. Me preguntaba cuánto tiempo más duraría la comida en la mansión antes de que se agotara. Las sirvientas no podían hacer los recados encerradas aquí y éramos unas cuantas bocas a las que alimentar.
Quise bañarme y asearme antes de salir de mi cuarto, pero a Mary se le había olvidado subirme el agua. Decidí dejarlo para más tarde para no importunar más de lo necesario. Me giré hacia mi equipaje, el cual habían dejado en mi armario el día que me trajeron a la mansión, y lo abrí.
Hasta ahora no había caído en la cuenta de que debería haberme cerciorado de que todas mis pertenencias se encontraran intactas, pero a primera vista parecía estar todo en su lugar. Dos pares de vestidos; un camisón para dormir, que no había usado porque aquí me habían prestado uno mejor; y lo más importante: una figurita de un caballo tallada en madera. Era el único regalo que mi madre me había hecho de pequeña y, por lo tanto, el único recuerdo que tenía de ella.
Salí de mi habitación tras escoger el vestido verde esmeralda y me dirigí a la habitación de la señorita desconocida. Me moría de ganas por conocerla y creí que ya iba siendo hora de presentarme. Llamé a su puerta y esperé.
Una joven de pelo rubio recogido en una larga trenza me abrió la puerta. Me quedé ensimismada con su belleza, portaba un elegante vestido de color azul a juego con sus ojos y sus rasgos eran finos y distinguidos.
—Buenos días, señorita —saludé, cortés.
—Buenos días —contestó ella estudiándome de arriba abajo—. Ya me han traído el desayuno, gracias.
Al principio no lo entendí, pero después me reí ante su insinuación.
—Disculpe, señorita, ha debido usted de confundirme con el servicio. No trabajo para la mansión, soy una invitada del señor Duncan.
—¿Tú? ¿Invitada de Matt? —Alzó una de sus cejas.
—Así es. Iba camino del pueblo cuando me sorprendió la tormenta y el señor decidió acogerme en su casa hasta que concluyera el temporal. —Sonreí.