—¿A dónde vamos, señor? —pregunté dejando el libro sobre el sillón y pisándole los talones.
—No sea impaciente, Isabella. —Me sonrió—. Cálcese estas botas.
Nos paramos en mitad del pasillo, cerca de la puerta de entrada, donde me tendió un par de botas altas y las cogí mirándolas extrañada.
—Señor, no creo que sean de mi talla —confesé estudiándolas.
—De eso estoy seguro —se rio con ternura—, son mías, pero las necesitará si no quiere congelarse los pies ahí fuera. —Cabeceó hacia la puerta principal.
—¿Vamos a salir al exterior? —pregunté; estaba emocionada—. Creo que he olvidado lo que es respirar aire puro.
Meneó su cabeza, sin contestar, mientras esperaba a que me pusiera sus botas. Acto seguido, colocó un enorme abrigo sobre mis hombros y me empujó con suavidad por la espalda hacia la calle.
Tomé una bocanada de aire frío, llenando mis pulmones, y sonreí ante el maravilloso paisaje nevado. Todo estaba cubierto de nieve virgen, no había pisadas que estropeasen aquella belleza. Los copos seguían cayendo sobre nosotros y, en cuestión de segundos, mi pelo y mis ropas se tiñeron de blanco. El señor Duncan había comenzado a caminar con rapidez, dejándome atrás; al contrario que yo, que estaba disfrutando de cada segundo a la intemperie.
El viento soplaba con fuerza provocando que elevásemos el tono de nuestras voces para poder escucharnos. Hacía un día de perros, pero a mí me encantaba. En Inglaterra no había vivido tremendas nevadas; allí lo que predominaba eran las lluvias.
—Dese prisa, Isabella. No querrá enfermar con este temporal —soltó apremiándome sin darse la vuelta.
—Sí, señor —contesté apresurando mis pasos.
Caminamos con dificultad hasta la parte lateral de la mansión, donde Matthew abrió la puerta de un pequeño edificio. Corrimos hasta el interior y cerró tras de sí con fuerza, pues el viento luchaba en dirección contraria.
—Jamás, en mis veinticinco años de vida, había visto semejante tormenta —comentó, cansado.
—¿Tiene veinticinco años? —pregunté, sorprendida—. Con todos mis respetos, señor, pero pensé que andaría usted cerca de la treintena.
—Es usted demasiado franca. —Se rio y me sonrojé por mi atrevimiento—. No se preocupe, no es la única que lo piensa.
—Eso debe de ser por el trabajo, señor. Le tiene desgastado —confesé.
—Bueno, esperemos que este pequeño descanso me haga rejuvenecer un poco.
—Oh, sí, téngalo por seguro. —Sonreí—. ¿Dónde estamos?
—Isabella, le presento mi parte favorita de la casa —abrió los brazos—: los establos.
Me giré para observar a mi alrededor. Todo estaba construido en madera; abundantes fajos de heno decoraban el suelo y se apilaban en el interior de la estancia. Había tres cubículos donde suponía se encontraban los animales descansando.
Me acerqué a uno de ellos, pero estaba bastante oscuro. Intenté asomarme para ver si podía ver al caballo y, de pronto, una voz desconocida me sobresaltó.
—Yo que usted no lo haría, señorita.
Me aparté del cubículo para fijarme en el emisor de aquellas palabras. Era un joven rubio de unos quince años, ataviado con ropas sucias y anticuadas. Su cara se encontraba manchada de polvo y restos de heno se esparcían por todo su cuerpo.
—Y ¿usted quién es, joven?
—Isabella, este es mi muchacho. Su nombre es Abraham —intervino el señor Duncan arrimándolo a él para revolverle el pelo.
—¿Tiene usted un hijo, señor? —pregunté, asombrada, con los ojos bien abiertos.
—No, no es mío. Es mi mozo de cuadra, pero prácticamente se ha criado con mi familia.
—Así es, señorita. El señor Duncan me recogió de las calles cuando tenía cinco años. Desde entonces, vivo aquí.
—¿Aquí…? ¿Aquí? —pregunté señalando la estancia.
—Sí. Estos animales son mi compañía noche y día —pausó—, yo duermo allí arriba.
Abraham me señaló con el dedo la parte de arriba de los establos, sujetada por troncos de madera y con una escalera en su lateral.
—¿No hace mucho frío en la noche para dormir aquí? —pregunté.
—Se sorprendería lo cálido que resulta ser el heno. Además, Mary se encarga de proveerme con gruesas mantas para el invierno. —Sonrió.
—Muy bien —contesté—. Encantada, Abraham.
—El gusto es mío, señorita… —Se interrumpió, dubitativo.
—Collins. Isabella Collins, pero, por favor, llámeme Ella.
—Así lo haré, señorita Ella. —Sonrió nuevamente asintiendo.
No acostumbraba a que las personas me llamaran por mi nombre completo. La única que siempre lo hacía había sido mi madre. El señor Duncan también se empeñaba en llamarme Isabella, pero no podía contradecirle; no después de haberme acogido en su casa.
—¿Cuántos caballos tiene, señor? —pregunté acercándome de nuevo a los cubículos.