Hasta que cese la tormenta

V LA SEÑORA DUNCAN

—Buenos días, señorita —me saludó Mary como cada mañana.

—Buenos días, Mary —contesté desperezándome.

Esa mañana me había quedado en cama hasta más tarde de lo habitual. El día anterior me había dejado agotada tras la visita a los establos y mi pequeña incursión en la nieve. De todas formas, no me preocupaba, tampoco había mucho que hacer en la mansión.

—¿Se encuentra bien, señorita? —preguntó Mary con desasosiego—. Normalmente ya está levantada cuando le traigo el desayuno.

—Sí, todo bien, Mary, gracias. —Sonreí.

—De acuerdo, señorita. Si necesita cualquier cosa, ya sabe dónde encontrarme.

—Gracias, Mary. Por favor, transmítale todas mis fuerzas a la señora Duncan.

—Así lo haré. —Me sonrió.

Salió de mi habitación y me levanté para tomar el riquísimo desayuno que Sophie había preparado para mí. Me miré al espejo en cuanto terminé, estaba cogiendo algo de peso. No acostumbraba a comer tres o cuatro veces diarias como hacíamos en la mansión; toda mi vida me había conformado con una o dos en Inglaterra.

De cualquier modo, me sentaba bien. Mi cuerpo estaba empezando a dejar atrás aquella figura de niña para convertirse en una de mujer. Por otra parte, mi piel se notaba más brillante, ya no lucía tan descuidada como antes; seguramente debido a que podía bañarme más a menudo.

Decidí dar un paseo por la casa para ver si me encontraba con alguien. Entre que la señora Duncan estaba enferma, la señorita Evans no salía de su cuarto y Matthew se encerraba en su despacho, se respiraba un ambiente solitario y apagado en la mansión. Era increíble lo grande que era y lo vacía que parecía.

Comencé a divagar pensando en la cantidad de vida que le daría yo a este lugar si viviera aquí con mi familia. Lo más probable sería que hiciéramos vida todos juntos en el salón-comedor, el cual, por cierto, no había tenido la oportunidad de conocer aún.

Pasaríamos estupendas veladas conversando y divirtiéndonos allí con mi marido tocando un ostentoso piano de fondo. Mis hijos corretearían por toda la estancia, jugando e intentando que me uniera a ellos. Yo le dedicaría la más hermosa de mis sonrisas a mi apuesto marido a cada rato y él me la devolvería moviendo su cabeza al son de la melodía que estuviese tocando.

De pronto, choqué contra una puerta. Había estado tan sumida en mis más que frecuentes divagaciones que había cerrado los ojos sin darme cuenta; me reí en voz baja frotando mi frente por el golpe.

Abrí aquella puerta y me encontré con un asombroso y enorme salón. Mi boca se abrió por la sorpresa, era el fiel reflejo del que había estado imaginando. Formidables estanterías se alzaban sobre una de las paredes, y había dos divanes de color claro donde acomodarse. El suelo era de madera y las paredes, también de colores claros, iban a juego con los muebles. Una chimenea se encontraba junto a la ventana, decorada con todo tipo de antigüedades.

Me acerqué al piano que presidía la habitación y me fijé en que estaba lleno de polvo, parecía haber pasado bastante tiempo desde la última vez que fue tocado. Me extrañaba que Mary no lo hubiera limpiado. Levanté el tapete y acaricié suavemente sus teclas. El sonido era alentador.

Miré por encima de mi hombro para ver si alguien lo había escuchado y, al cerciorarme de que estaba sola, me senté en el taburete. Acomodé mi vestido y examiné las partituras que reposaban sobre el atril. No entendía nada, pero ¡qué bonito sería poder hacerlo!

En ese mismo momento, me propuse aprender a tocar aquel instrumento. Tal vez el señor Duncan podría enseñarme; si debía pasar semanas en esta casa, saldría renovada de la misma. Esperaba que la señora Duncan se recuperara pronto también, no podía contener las inmensas ganas que tenía de aprender a leer.

Toqueteé teclas del piano al azar, imaginando que era una profesional, y debía reconocer que la melodía que emitía no era tan nefasta como había pensado en un principio. Tal vez no se me fuera a dar mal después de todo.

—¿Se divierte, jovencita? —habló alguien a mis espaldas.

Me levanté nerviosa y con las mejillas coloradas. No esperaba que nadie fuese a entrar y, mucho menos, a encontrarme toqueteando cosas ajenas.

—Señorita Collins, le presento a la señora de la casa: la señora Duncan —dijo Mary.

Mary venía acompañada de una mujer de mediana edad, esbelta y refinada. Portaba el más elegante de los vestidos, con espléndidas joyas sobre su cuello. Llevaba su pelo rubio recogido en un moño alto y entrelazaba sus manos sobre su vientre.

—Es un placer conocerla al fin, señora Duncan. No sabe cuán preocupada me tenía por su estado de salud. Espero que se encuentre mejor. —Sonreí haciendo una reverencia.

—El placer es mío, señorita Collins. Mary me ha hablado mucho sobre usted. —Me devolvió la sonrisa—. En cuanto a mi estado de salud, me encuentro mucho mejor, muchas gracias por su preocupación.

—Me alegra escucharlo, señora Duncan.

La señora se acercó hasta uno de los divanes para tomar asiento, acompañada en todo momento por Mary. Imaginaba que, tal vez, se encontraba aún sin fuerzas, recuperándose, y, por ello, la sirvienta la acompañaba a todas partes.




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