Levanté la mirada, avergonzada, para encontrarme con el señor Duncan. Este me miraba preocupado, acercándose hacia mí por el pasillo a grandes zancadas.
—Espere, yo la ayudo —me dijo agarrándome por el codo para incorporarme—. ¿Se ha hecho daño, Isabella?
—Gracias, señor —comenté en voz baja—. No ha sido nada, una pequeña caída por las prisas.
Matthew repasó mi atuendo de arriba abajo, con una ceja alzada y sus labios apretados.
—Venía de la calle, ¿no es así? —preguntó, convencido.
—Sí, señor, ¿cómo lo sabe?
—Aún lleva puestas las botas, y están llenas de nieve. Además del abrigo.
Qué descuidada era.
—Discúlpeme, he olvidado devolverlo a su sitio.
—No se preocupe, pero tenga más cuidado la próxima vez.
—Por supuesto, señor.
Comencé a caminar cojeando en dirección a mi cuarto; debía haberme torcido el tobillo antes de caer al suelo.
—Isabella —me llamó—, ¿está segura de que está bien? Venga, la acompaño a su habitación.
—No es necesario, señor, de verdad —comencé a decir.
—No es molestia alguna.
El señor Duncan pasó su brazo por debajo del mío sujetándome por la cintura mientras apoyaba todo mi peso sobre él. Sentir su tacto sobre mi cuerpo era una sensación, cuando menos, agradable.
—Gracias.
—No hay de qué.
Me acompañó hasta la puerta y tropecé con la alfombra alargada que decoraba el pasillo.
—¡Cuidado! —exclamó sosteniéndome más fuerte.
Nuestros rostros quedaron tan cerca el uno del otro que entremedias no cabría ni una pluma. Sostuvimos nuestras miradas por incontables segundos y tuve la oportunidad de embriagarme con su aroma. Era una mezcla de lavanda con naranja, una fragancia amaderada opacada por el cítrico de la fruta. Atisbé un pequeño brillo en su mirada antes de separarnos, disipando de esa manera la tensión.
Matthew abrió la puerta de mi habitación para hacerme pasar y me ayudó a sentarme sobre la cama, donde me acomodé posando las piernas sobre la misma y aproveché para echar un vistazo a la fuente de mi dolor. Matthew repasaba cada uno de mis movimientos en silencio.
A primera vista no parecía nada grave, ni siquiera había hinchazón en la zona, por lo que me tranquilicé.
—Le diré a Mary que suba algo frío para su tobillo —comentó Matthew—. Volveré en unas horas para ver cómo está.
—Está bien, señor Duncan. —Sonreí—. Intente no trabajar demasiado —añadí riéndome.
—Sabe bien que eso es mucho pedir.
Sacudí mi cabeza aún sonriendo mientras él desaparecía por el umbral de la puerta. Matthew era una persona tremendamente testaruda. En cierta manera, debía de haberlo heredado de su madre; tal y como Mary me comentó en mis primeros días, era una mujer también obstinada.
Unos minutos después, Sophie irrumpió en mi habitación con su característica vitalidad. Llevaba puesto su uniforme junto con el delantal que impedía que se manchara y traía consigo una bolsa de hielo envuelta en un paño.
—Buenas tardes, ¿es usted la señorita perjudicada por una caída en las escaleras? —preguntó con claro sarcasmo mientras se reía.
—Esa debo de ser yo. —Me uní a su risa.
—Aquí tiene, señorita Ella. ¿Cómo se encuentra?
—Estoy bien, no ha sido grave.
Sophie pasó la bolsa por debajo de mi pierna hasta situarla a la altura del tobillo. Me estremecí ante el contraste de temperatura de mi piel contra el frío hielo. La sobrina de Mary reprimió una carcajada mientras me observaba.
—Anoche estuve hablando con mi tía, ¿sabe? —comenzó a decir Sophie—, y me surgió una pregunta que no me supo contestar. No sé si usted podría hacerlo.
—Dígame, Sophie. —Sonreí—. Lo intentaré.
—Por favor, señorita, puede tutearme si lo desea.
—Gracias. —Sonreí nuevamente y ella asintió, carraspeando para volver a hablar.
—No sé si estará al tanto de que mi tía y yo somos mestizas. Mi abuela, su madre, era como usted y se enamoró de un hombre blanco. De ahí nacieron mi tía Mary y mi madre. —Tomó aire—. Mi madre también se enamoró de un hombre blanco y de ahí salí yo.
—Muy bien. —Le insté a seguir.
—Mi duda es: ¿cómo es que usted no trabaja, como nosotras, para el hombre blanco?
La joven se sonrojó ante su pregunta y apartó su mirada, avergonzada. Suponía que no quería parecer indiscreta, ni mucho menos entrometida, pero su curiosidad era latente. Por mi parte, yo no tenía ningún problema en contestarle, tampoco era un gran misterio.
—Supongo que a esta parte del mundo no ha debido de llegar la noticia de que la esclavitud de personas como nosotras fue abolida hace ya bastantes años en mi tierra —comenté—. Yo prácticamente nací libre, Sophie, ni siquiera recuerdo cómo era aquello, apenas tenía dos años.