Hasta que cese la tormenta

VIII UNA BELLÍSIMA SONATA DE AMOR

Dos semanas habían pasado desde que llegué a la mansión y, tras la conversación con la señorita Evans, había tratado de evitar al señor Duncan a toda costa durante la última semana. Quería evitarme cualquier tipo de complicación, al fin y al cabo, debía de quedar relativamente poco para que pudiese salir y retomar mi aventura.

Aun así, eran varias las veces que me cruzaba con el señor por la casa. Ahora que ya no lo importunaba en los negocios, parecía salir más de su despacho y, casualmente, siempre acabábamos encontrándonos. En las cocinas cuando visitaba a Sophie; en la sala de estar mientras daba mis lecciones con la señora Duncan; en los pasillos mientras paseaba por la mansión; hasta en los establos cuando visitaba a Abraham y los caballos. El señor Duncan parecía estar en todas partes.

No conseguía reprimir los frenéticos latidos de mi corazón cada vez que cruzábamos sonrisas robadas, cada vez que nos rozábamos sin querer al pasar uno al lado del otro, con cada buenos días que nos dedicábamos por las mañanas y con cada buenas noches que nos regalábamos antes de dormir. No había habido ni una sola noche en que el señor Duncan no se apareciera en mis sueños.

De todas formas, yo estaba cumpliendo con mi parte del trato, pues no era culpa mía que tuviésemos ese mínimo contacto cada día que pasaba. Me apenaba ver cómo Matthew intentaba acercarse a mí mientras yo me alejaba con sutilidad, me entristecía no poder corresponderlo y me angustiaba no poder darle una explicación por mi comportamiento.

Intentaba enfrascarme en las lecciones diarias con la señora Duncan. Mi aprendizaje estaba resultando bastante ameno y mis conocimientos se superaban tras cada lección. Había aprendido a escribir párrafos enteros sin cansarme en el intento y, aunque mi caligrafía no fuera perfecta, me alegraba poder juntar letras para formar palabras completas. Estaba deseando escribir mi primera carta para la señora Harris, seguro que se alegraría de tener noticias mías.

Por otra parte, Abraham había conseguido que mi relación con la yegua mejorase. Tormenta ya dejaba que la acariciara y que la peinara; de vez en cuando me llevaba algún relincho por su parte, pero, según me había dicho el muchacho, era porque deseaba más de mi compañía. Me prometí que no podía irme de la mansión hasta cabalgar sobre ella, así que no veía la hora de que se pudiese salir de la finca.

También había intervenido un poco en la relación de Sophie con Abraham; nada del otro mundo, simplemente me aseguraba de que los sentimientos de mi nueva amiga fueran correspondidos. Ambos se amaban, pero ninguno de ellos se atrevía a dar el paso. El miedo al fracaso los echaba para atrás porque, a fin de cuentas, vivían bajo el mismo techo y, si algo salía mal, cargarían con las consecuencias de sus actos haciéndose frente cada día.

La señorita Evans, por su parte, dedicaba sus días a desvivirse por el señor Duncan. Lo esperaba a la salida de su despacho para acompañarlo a comer, se ofrecía para pasar las tardes en su compañía compartiendo una lectura y lo perseguía por los pasillos contándole batallitas de su infancia. Yo, cuando presenciaba esas escenas, reprimía una sonrisita al ver la cara de incomodidad de Matthew; era demasiado educado como para hacerla callar, pero tanto él como yo sabíamos el poco interés que tenía en ella y en todo lo que le contaba.

—¿Qué estás cocinando, Sophie? Huele fantásticamente bien —pregunté, sentada sobre una de las encimeras.

—Un delicioso pastel de cerezas —contestó—. Ni se le ocurra poner un dedo encima —añadió al ver que acercaba mi mano a la comida.

—Solo quería darte el veredicto final. —Me encogí de hombros.

—No se preocupe, que no lo necesito. Estoy bastante segura de mis habilidades culinarias. —Se rio.

—Tenía que intentarlo. —Me reí con ella.

Ayudé a Sophie a recoger la cocina para entretenerme hasta que entrase un poco más la mañana. Había prometido a Abraham que lo visitaría para llevarle el desayuno y así pasar un rato con él. En verdad no sabía qué habría hecho sin aquel muchacho y sin Sophie durante mi estancia, seguramente habría sido consumida por el aburrimiento.

—¿Quieres que le diga algo a Abraham de tu parte? —pregunté con una sonrisa ladeada.

—Nada que no pudiera decirle yo misma, Ella —contestó a la defensiva.

—¿Está todo bien entre vosotros dos?

—Sí.

—¿Estás segura? Porque tu boca dice una cosa y tu expresión otra diferente.

Se giró hacia mí, rendida, y dejó los utensilios de cocina sobre la encimera.

—Ayer prometió venir a buscarme tras mi jornada. Aún sigo esperando a que aparezca —suspiró, molesta.

—Puede que se le complicaran sus tareas, Sophie, no te pongas en lo peor.

—No me gusta que las personas falten a su palabra. Por lo menos podría haber venido esta mañana a disculparse conmigo. Estuve esperándolo durante dos horas, Ella, ¡dos horas!

—Seguro que te lo compensa. —Sonreí.

—Oh, sí. Más le vale, no sabe con quién está tratando. Malditos hombres y su manía de hacernos sufrir.

—Como mujer enamorada das bastante miedo. —Me reí.

La puerta de la cocina se abrió dejando paso a un señor Duncan sonriente.




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