Hasta que cese la tormenta

X ES PEOR EL REMEDIO QUE LA ENFERMEDAD

La fecha de la celebración del baile al que había sido invitada por el señor Duncan estaba próxima y los nervios hacían estragos en mi estómago. La señorita Grace daba por hecho que sería ella la acompañante del señor y yo no encontraba la manera de decirle que se equivocaba; no me atrevía. Había pasado numerosas veces por mi cabeza la idea de rechazar la invitación, todo por no meterme en más problemas, aunque tampoco había habido represalias por mi insensatez.

Quizá lo que me tranquilizaba era aquella tormenta; si no dejaba de nevar, no habría baile y si no había baile, nadie tenía por qué enterarse de que el señor Duncan me lo había pedido a mí y no a ella. No quería adelantarme a los acontecimientos, en este caso podría ser peor el remedio que la enfermedad.

Además, había otro problema: no sabía bailar. ¿Cómo iba a acudir a un baile tan importante si ni siquiera sabía dar más de dos pasos sin tropezarme? Era algo que había pasado por alto a la hora de aceptar y me daba vergüenza admitirlo ante Matthew. Pensaría que era una inepta, no sabía hacer nada. Él estaba acostumbrado a que las mujeres supieran leer, escribir, tocar el piano, bailar… En definitiva, cualidades que yo no poseía.

Me coloqué frente al espejo, dispuesta a practicar mis pasos de baile. Ese baile era el sueño de cualquier mujer y no podía echarlo a perder. Debía aprender a estar a la altura del señor Duncan y de su clase social, si no jamás tendría una oportunidad ni cabida en aquella vida. Él había confiado en mí y yo no iba a defraudarlo.

Extendí mis brazos y me puse en posición, agarrando a una supuesta pareja que me sostenía. Comencé a mover mis pies lo más sincronizados posible de un lado a otro, dando vueltas sobre mí misma cuando convenía. Continué moviéndome por toda la estancia con los ojos cerrados y con música imaginaria en mi cabeza hasta que su voz me sorprendió, asustándome:

—¿Necesita ayuda?

Abrí mis ojos de forma repentina y bajé mis brazos carraspeando por la vergüenza.

—Matthew, ¡vaya susto me ha dado! ¿Qué le trae por aquí? —pregunté intentando esconder mi bochorno.

—Venía a preguntarle si querría acompañarme en la cena. —se rio—, aunque, por lo que veo, está usted bastante entretenida.

—Oh, no. No se preocupe. Estaba…

—Practicando para el baile —terminó por mí.

—Sí, eso es. —Me aclaré la garganta, avergonzada.

—¿Le importa que practique con usted? —inquirió.

—Pensé que era su hora de la cena.

—Puede esperar —contestó aguantando mi mirada.

Se acercó a pasos lentos hasta quedar junto a mí frente al espejo, sujetó mi mano derecha y colocó su mano libre en mi cintura. Pude volver a embriagarme con su aroma y estremecerme bajo su tacto. Matthew comenzó a tararear una alegre melodía mientras me arrastraba por la habitación guiando mis movimientos.

—Tiene usted una bonita voz. ¿Hay algo que no se le dé bien? —pregunté, concentrada en el baile.

—Apuesto a que la suya es excelente también.

—Uy, no. ¿Cómo cree? —Me reí—. Esta tormenta no es nada comparada con lo que puedo provocar con mi voz.

—No será para tanto. —Sonrió.

—Créame, será mejor que nunca lo comprobemos.

Soltó una casi imperceptible carcajada mientras me guiaba para dar una vuelta sobre mi eje. Pisé uno de sus pies, sin querer, al volver a sus brazos, pero no hizo comentario alguno al respecto. El señor Duncan era demasiado amable conmigo y debía confesar que a mí no me desagradaba en absoluto su actitud. Con él parecía olvidar quién era y de dónde venía; era diferente.

Matthew se separó de mí tras un largo baile besando mi mano. Aquel gesto hizo que me ruborizara.

—Un placer haber bailado con usted, Isabella.

—El placer es mío, Matthew, y lo será aún más en el baile de este fin de semana —pestañeé mirándolo—, ¿sigue pensando que es una buena idea llevarme de acompañante?

—¿Por qué no habría de serlo?

—Bueno, a su señora madre y en especial a la señorita Evans no les hará gracia cuando lo vean aparecer conmigo de su brazo.

—Es un baile en mi honor, creo tener derecho a elegir con quién quiero asistir.

—Está bien, señor Duncan. De todas formas, no es seguro que se celebre. La tormenta parece no tener pensado amainar —comenté acercándome a la ventana.

Los caminos se ocultaban bajo la extensa capa de nieve y algunos árboles habían cedido ante su peso.

—Eso es muy cierto —contestó—, pero, Isabella —me llamó.

—¿Sí, señor? —Me giré en su dirección.

—Haya o no haya baile, usted y yo volveremos a bailar como esta noche.

Le dediqué una sonrisa tímida bajo el sonrojo de mis mejillas.

—Debo ir a cenar. ¿Me acompaña? —preguntó.

—Claro —asentí—. Deme unos minutos y enseguida bajo.

Matthew giró hacia la puerta, puso su mano sobre el picaporte, pensativo, y se dio la vuelta de nuevo para mirarme.




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