El señor Duncan se puso en pie y me tendió una mano para ayudarme a levantarme. Ambos sacudimos la nieve de nuestras ropas y nos giramos en dirección a la señora Duncan, quien se encontraba en el porche con las manos en las caderas mirándonos con desaprobación. Era más que evidente que había presenciado nuestro íntimo momento y que no le había hecho ninguna gracia.
Me sentía avergonzada y el rubor de mis mejillas lo sacaba a relucir. Matthew, por el contrario, portaba la más radiante de las sonrisas y su tranquilidad era alentadora. Recogió mi equipaje del suelo y me indicó que lo siguiera nuevamente hasta la casa. Bajé mi cabeza en señal de respeto cuando llegué hasta el porche esperando a que la señora Duncan se pronunciase.
—Os he hecho una pregunta, jovencitos —habló en tono demasiado serio—. ¿Buscáis enfermar como necios jugando en la nieve con este frío?
—Perdónenos, madre —se disculpó Matthew—, tuve que retener a Isabella para que no nos abandonara.
—¿Abandonarnos? —se giró hacia mí—, ¿por qué razón se marchaba, Ella?
—Creo que usted lo sabe perfectamente, señora Duncan —contesté intentando no sonar grosera.
Ella dudaba de mí, lo había escuchado en el despacho del señor Duncan. No entendía cómo podía hacerse la inocente.
—No sé de qué está hablando, señorita, pero, por favor, haced el favor ambos de volver adentro de inmediato —habló restándole importancia—. Y cambiad vuestras ropas, estáis empapados.
Acatamos su orden sin rechistar y entramos al vestíbulo mojando el suelo a nuestro paso. En ese preciso momento, Grace bajó las escaleras y alzó una de sus cejas al percatarse de la situación.
—¿De dónde venís? —preguntó, intrigada.
—La señorita Ella había decidido por su propia cuenta abandonar la mansión y Matthew ha salido a detenerla —contestó la señora Duncan en nuestro lugar.
Pensé que Grace se alegraría al saber de mis intenciones de escapar de allí y abandonarles, pero nada más lejos de la realidad.
—¿No me diga? —contestó terminando de bajar las escaleras—. Y dinos, Ella, ¿a qué venían tantas prisas de repente por marcharte? ¿No será que te sientes culpable por haber robado mis joyas y estabas huyendo con ellas? —preguntó juzgándome nuevamente.
Me había hartado de sus acusaciones, esto estaba pasando de castaño oscuro. Apreté mi mandíbula y dejé mi equipaje sobre el suelo con rabia.
—Adelante, revisen mi maleta, no tengo nada que esconder —solté, convencida.
—Isabella, esto no es necesario, de verdad… —intervino Matthew.
—Sí, sí que lo es, señor Duncan. Acabemos de una vez con esta situación —contesté sin mirarle.
Grace parecía satisfecha con mi decisión y alzó su mentón a la espera. Me agaché para abrir yo misma la maleta y mostrarles su contenido.
—Ven —dije sacando una a una mis pertenencias—, aquí no hay…
Me interrumpí cuando noté el frío material de lo que parecía ser un collar. Lo saqué y lo sostuve entre mis manos, con mis ojos saliéndose de sus órbitas por la sorpresa.
—¡Ese es el collar que me regaló mi hermano! —gritó Grace, enfurecida—. ¡Ahí lo tenéis! ¡Es una ladrona! Y no contenta con eso, intentaba huir con mis joyas para no ser descubierta.
Miré al señor Duncan, apenada, y pude ver cómo la duda comenzaba a reflejarse en su mirada. Él había sido el único que había confiado en mí, el único que se había preocupado por defenderme ante una situación tan injusta como lo era esta. Yo no encontraba palabras para explicarme, no entendía cómo podían haber acabado aquellas joyas dentro de mi maleta.
—¿Es eso cierto, Isabella? —preguntó la señora Duncan—. ¿Estaba intentando llevarse las joyas de Grace?
—No, yo no… —Tragué fuerte.
Estaba tan sorprendida como ellos e intentaba explicarme a mí misma lo que estaba pasando. Las palabras se sucedían en mi mente con rapidez impidiéndome pronunciar algo con coherencia.
Miré nuevamente a Matthew en busca de algo de ayuda por su parte, necesitaba que hablase por mí, que me defendiese como siempre hacía, pero él también se había quedado pálido y sin palabras. Mi salvador estaba fuera de juego y yo estaba demasiado humillada como para hacer frente a lo que parecía ser mi fin en aquella casa.
—Dame eso, ladrona —espetó Grace arrebatándome con fuerza el collar de las manos.
Me levanté con cara suplicante y me dirigí a ella en particular.
—Grace, le prometo que no sé cómo han llegado esas joyas a mi maleta. Yo…
—¿Pretendes hacerte la víctima conmigo cuando, claramente, has querido robarme delante de mis narices? ¡Qué desfachatez!
—No, señorita Grace, yo no…
—Silencio —dijo acallándome—. No quiero oír ni una burda palabra más proveniente de semejante persona como tú. No mereces ser escuchada y, por supuesto, no mereces mis disculpas.
Me giré hacia el señor Duncan con lágrimas en los ojos.
—Matthew, usted sí me cree, ¿verdad? —le pregunté con esperanzas.