Hasta que cese la tormenta

XXII EL QUE AVISA NO ES TRAIDOR

Srta. I. Collins

Towson

Essex, 20 de diciembre de 1849

 

Querida amiga:

Su deseo fue satisfactoriamente cumplido al haberme llegado sus felicitaciones de Pascuas antes de la fecha a pesar de la tormenta.

Me gustaría transmitirle mi eterna gratitud por sus primeras palabras escritas con afecto hacia mi persona y desearle una grandiosa entrada al próximo año nuevo.

Me alegra saber de Ud. así como de su tan dichoso destino en la mansión que actualmente la acoge bajo su techo.

Espero con impaciencia su estimada visita a mi hogar donde la recibiré de buen agrado y escucharé las, sin duda, increíbles historias que tendrá para contarme.

Sin más que añadir e implorando al Señor por que nos siga guiando en este arduo camino que es la vida, reciba mis más sinceros deseos por verla pronto de nuevo.

Se despide humildemente su buena amiga y compañera,

 

Gillian Harris

Acababa de despertar y las lágrimas ya recorrían mis mejillas por las palabras de la señora Harris. Su carta había llegado mucho más rápido que la mía, tan solo siete días había tardado. Me deseaba una grandiosa entrada al próximo año nuevo, pero con el desastre que yo misma había propiciado la noche anterior no creía que sus deseos fueran a cumplirse.

La confusión seguía golpeando mi cabeza. Unas horas atrás había creído tener claros mis sentimientos por el señor Duncan, pero aquel beso con el señor Clifford había nublado completamente mi mente y pensamientos. Si había sido capaz de cometer semejante atrocidad, tal vez no amaba a Matthew tanto como había pensado.

Intenté vislumbrar el futuro que en tantísimas ocasiones me había imaginado junto a Matthew y mis tres maravillosos hijos, aunque lo único que logré divisar fue una escena completamente borrosa, donde los hechos y las imágenes no se correspondían en absoluto con los anhelos de mi corazón: un hombre sostenía mi mano mientras dábamos un paseo por la ciudad, pero no tenía rostro alguno; el hueco en donde se suponía que se ubicaba su cara estaba vacío, o, lo que es peor, mitad del rostro correspondía al señor Duncan y la otra mitad al señor Clifford.

Meneé mi cabeza intentando borrar tan horrenda imagen de mi memoria. Por primera vez en mi vida estaba experimentando un estado de confusión que lograba dejarme paralizada sin saber cómo actuar. ¿Y ahora qué? ¿Debía pedir disculpas a Matthew? Pero ¿por qué, exactamente? A pesar de haberme cortejado en numerosas ocasiones, también había sido de los primeros en dudar de mí cuando se produjo el robo de las joyas de Grace y el primero en apartarme de su lado cuando Emily llegó a la mansión. Tal vez el que no tenía los sentimientos claros era él y no yo.

Sin embargo, Luke se había mostrado como un caballero en todo momento conmigo, aunque una parte de mí no terminaba de confiar en él. Si resultara ser yo no más que un medio para lograr su fin, saldría perdiendo por partida doble. Tampoco sabía muy bien qué clase de sentimientos predominaban en cuanto al señor Clifford se refería: ¿amor o acérrima amistad? Cabía la posibilidad de que ambos estuviéramos confundiendo aquellos términos. El señor Clifford era, en conclusión, como un gran amigo extremadamente apuesto y con el que tenía cierta química.

Era en estos momentos de la vida, cuando la confusión ganaba protagonismo, que me preguntaba si no existiría un manual o unas instrucciones que indicaran cómo proceder. Era como la encrucijada que encontré de camino a Towson, un palo de madera con direcciones en sentidos contrarios que invitaban al individuo a dar el paso para una elección definitiva. ¿Derecha o izquierda? ¿Arriba o abajo? ¿Overlea o Towson? ¿Matthew o Luke?

Tomaras el camino que tomaras, nada te aseguraba un acierto; aunque también existían personas que creían con firmeza en el destino. Mi pregunta era: ¿se limitaban a dejarse llevar? ¿Cómo sabían que sus decisiones no influirían en su ya escrito destino y futuro? ¿En qué se basaban para dar el siguiente paso? Sin duda tendría que vivir con aquellas incógnitas existenciales, pues para mí el destino no era más que una excusa barata que usaban esos creyentes para justificar sus acciones y, por lo tanto, sus consecuencias.

Entre tanta divagación había dejado al fin de derramar lágrimas de tristeza y las había sustituido un tremendo dolor de cabeza por el gran esfuerzo que había supuesto para mi cerebro darle vueltas a todas esas cuestiones filosóficas. No quería ni imaginar la cantidad de cefaleas que tuvieron que sufrir grandes filósofos como Platón o Aristóteles al intentar encontrarle un sentido al mundo y a la vida por medio de explicaciones y teorías que seguramente solo tuvieran sentido en su cabeza.

Decidí asearme y arreglarme para bajar a las cocinas y pedir consejo a Sophie. No sabía si habrían llegado a oídos del resto los últimos acontecimientos; seguramente mi beso con el señor Clifford ya fuera el tema principal entre los sirvientes, aunque me parecía extraño que Sophie no hubiera venido a visitarme a mi habitación para que le explicara con pelos y señales qué me había llevado a besar a otro hombre que no fuera Matthew. Lo mismo no se había enterado aún, o lo mismo sí y había decidido retirarme la palabra por semejante traición.

Sophie confiaba en un futuro donde el señor Duncan y yo terminábamos juntos y éramos felices y comíamos perdices; a lo mejor la noticia de mi traición le había sentado como un cubo de agua fría. Ella misma me había advertido desde el primer momento del peligro que podía suponer acercarme demasiado al señor Clifford y yo había hecho oídos sordos y, por lo tanto, ahora me encontraba en esta confusa situación. Esperaba que se mostrara imparcial en este circo que yo misma había montado; de lo contrario, habría perdido no solo al amor de mi vida, sino también a una gran amiga.




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