Hasta que cese la tormenta

XXIII TRIGO LIMPIO

Las manos de Matthew se movían ágiles, como siempre, sobre las teclas del piano emitiendo una alegre melodía que llenaba mi alma. Apoyada en el umbral de la puerta le observaba a la espera de que terminara, pues no era mi intención interrumpir aquella hermosa escena.

Matthew se encontraba de espaldas a mí, moviendo su cuerpo y su cabeza al compás de la canción, disfrutando de su pasión. Su pelo castaño, ya largo tras semanas sin cortarlo, se mecía con cada cabezada que pegaba y podía imaginar que sus preciosos ojos se encontraban cerrados permitiéndole sentir cada nota que presionaba.

Seguí apoyada contra el marco de la puerta unos minutos más, incluso cuando ya había terminado de tocar; quería grabar en mi memoria para siempre la imagen del señor Duncan al piano, ya que era realmente bella y admirable.

—¿Piensa quedarse todo el día ahí, Isabella? —Me sobresalté con su voz.

Me acerqué hacia él, quien seguía dándome la espalda sin mirarme, hasta que rodeé el piano para hacerle frente.

—Discúlpeme, señor Duncan, no quise interrumpir.

—No se preocupe. Venga, siéntese conmigo —me pidió haciéndose a un lado en el taburete doble.

Obedecí y tomé asiento a su derecha; no me pasó desapercibido el escalofrío que me recorrió de arriba abajo debido a su cercanía. El señor Duncan tomó mis muñecas y colocó mis manos sobre las teclas indicándome cuáles debía presionar. Él colocó también sus manos sobre el teclado y comenzó a tocar. Con un movimiento suave de cabeza me hizo saber que era mi turno para unirme y así fue como comenzamos a tocar una sonata a cuatro manos.

Me equivoqué en varias ocasiones de tecla, pero no fue impedimento alguno para que continuáramos con nuestros movimientos. Mientras yo seguía a mis manos con la mirada, pude percibir por el rabillo del ojo que Matthew me miraba a mí, concentrado. Ansiaba llegar a su nivel de maestría, ese nivel que le permitía tocar sin mirar, con los ojos cerrados o, incluso, dado la vuelta; el piano y Matthew podían fundirse perfectamente en uno solo, como si el uno formara parte del otro.

La sonata llegó a su fin dejando a mis dedos cansados aún sobre las últimas teclas. Me había dejado llevar, había escuchado el ritmo que Matthew llevaba y había dejado que mis manos lo acompañasen. Esperaba no haberlo hecho del todo mal cuando la tímida sonrisa de Matthew me lo confirmó.

—Ha mejorado usted mucho desde la última lección —confesó, sorprendido.

—Todo gracias al buen profesor del que dispongo.

—Oh, no, Isabella, por favor, todo el mérito es completamente suyo. Es admirable ver el empeño que pone en todo lo que hace.

—Gracias —contesté, sonrojada.

Aparté la mirada de su hermoso rostro y la reconduje hacia el fondo de la habitación, donde reposaban numerosos cuadros de coloridos paisajes. Entendía que teníamos una conversación pendiente y que tarde o temprano debía darse, pero no quería ser yo quien abriese la veda.

—¿Cómo está, Isabella?

Buena pregunta, Matthew, pero de difícil respuesta. Seguía confundida con todo lo que había pasado; pasar tiempo con él era maravilloso y las horas parecían segundos a su lado, aunque no lograba sacar de mi cabeza el beso con el señor Clifford. Quería restarle importancia, quería aclararlo en mi cabeza para ser capaz de expresarlo con palabras, pero me era muy complicado.

Aunque no había significado nada en cuanto a sentimientos profundos hacia Luke, sí había marcado mis sentimientos hacia Matthew, pues tenía bien claro que si tanto creía amarlo, no podía ser posible que me lanzase a los brazos de otro como si nada. Eso era lo que rondaba mi cabeza noche y día, ese sentimiento de culpabilidad, de resentimiento conmigo misma…

Desde pequeña había creído que el amor era algo mucho menos complejo que esto que estaba sintiendo, que era un sentimiento superior al resto y que una vez encontrabas al amor de tu vida, era prácticamente imposible sentirse atraído por otra persona diferente; ahora veía que estaba bien equivocada, y que, a pesar de amar con todas mis fuerzas a un hombre, podía sentir a su vez distintas cosas por otro y, por lo tanto, el amor no era más que un puzle cuyas piezas podían llegar a ser literalmente idénticas.

—¿Y usted?

—No intente evadir mi pregunta. —Me sonrió.

—No lo hago, señor, pero no encuentro respuesta indicada en estos momentos —me sinceré.

—En ese caso perdonaré su descaro. —Volvió a sonreírme—. En cuanto a su pregunta sobre cómo me siento debo confesar que la respuesta indicada en mi caso es: confundido y… sorprendido; sí, confundido y sorprendido —aclaró más para sí mismo.

Le miré para que prosiguiese en su discurso, presentía que necesitaba desahogarse y confesarme cómo se sentía con lo sucedido y yo necesitaba escucharlo.

—Estoy sorprendido porque no me esperaba en absoluto la escena que tuve que presenciar y confundido porque pensé ser yo el dueño de su corazón, pero tras mi charla con la señorita Emily creo haber entendido las razones que la llevaron a besar a mi amigo, al fin y al cabo, Emily estuvo en su misma situación años atrás —soltó.

Me quedé pensativa y asustada, sobre todo asustada por lo que Emily pudiera haberle dicho para ganarse su confianza. Intenté hablar, pero me frenó.




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