Hasta que cese la tormenta

XXV LEÑA AL FUEGO

No podía creer cómo Grace había sido capaz de mentirme con tanto descaro y no solo a mí, sino también al señor Duncan. La había cazado, estaba segura de que Grace había metido sus propias joyas en mi maleta para inculparme, pero no tenía más pruebas que una simple pintura; además, tal y como ella misma había dicho, cualquiera podría tacharlo de coincidencia. Cualquiera menos yo, que conocía con exactitud el valor de aquella figurita que mi madre me regaló.

Delatándola no buscaba más que unas disculpas por su parte, por el mal trago que me hizo pasar en su momento y por haber pretendido dañar mi imagen de esa manera; sin embargo, la señorita Grace no parecía estar dispuesta a dar su brazo a torcer.

—No sé qué pensar… —interrumpió Matthew mis pensamientos.

—¿Sobre qué, señor? —indagué tomando asiento.

El señor Duncan me siguió y se sentó frente a mí, dubitativo y pensativo.

—Sobre este malentendido de las joyas. Creo conocer lo suficientemente bien a la señorita Evans como para no tener que poner en duda sus palabras.

Meneé mi cabeza y escondí una sonrisa al escuchar cómo pensaba sobre su gran amiga del alma. En verdad me parecía gracioso y era honorable ver cuánta admiración le profesaba Matthew a alguien a quien creía ser de plena confianza. No quise opinar, tampoco quería meterme donde no me llamaban, además de que Grace podría estar comportándose de esta manera tras sentirse amenazada por mi presencia. Aun así había cosas que no podían pasarse por alto y era ahí donde entraba mi integridad como persona.

Por una parte estaba dispuesta a dejarlo pasar, a que el tema del robo se olvidase y no se volviese a mencionar, pero otra parte de mí me instaba a llegar al fondo del asunto. En mi mente se repetían las mismas palabras: ¿y si vuelve a suceder? Era como cuando se cubrían demasiado las malas actitudes a un niño pequeño, que nunca aprendía a diferenciar entre el bien y el mal. Si dejaba a Grace salirse con la suya, nada ni nadie me aseguraba que no volviese a repetirse en otra circunstancia.

—Si usted lo dice… —dejé caer finalmente.

El señor Duncan me miró, entrecerró sus ojos y estudió mi expresión.

—¿Cree que debería dudar de ella? —me preguntó como si fuera su consejero real.

—Señor, yo no soy quien para decirle en quién debe o no debe confiar.

Volvió a mirarme pensativo, parecían estar tejiéndose millones de pensamientos en su cabeza que él no lograba encajar.

—También confío en usted, Isabella, y sabe bien que la considero inocente de aquello.

—Sí, señor, pero en su momento no lo hizo —contesté, firme. Aún me dolía recordar cómo se había dejado engañar con tanta facilidad.

—Pasaré el resto de mi vida disculpándome con usted si es necesario.

—No se preocupe, ya está olvidado —mentí.

—Entonces, ¿cómo me recomienda actuar al respecto, Isabella?

—Nuevamente le digo que no me concierne a mí tomar esa decisión, ni siquiera opinar al respecto.

—¿Está usted bien? —me preguntó, preocupado.

—Sí.

—¿Segura?

—Segurísima, señor.

—¿No estará usted molesta por la conversación de esta mañana? —indagó.

Estaba comenzando a conocerse mis expresiones porque sabía que estaba mintiendo. Intentaba no sonar tan seria, pero no lo lograba. Todavía repetía en mi cabeza la conversación mantenida esta misma mañana; había pasado unas cuantas horas dándole vueltas a solas porque, aunque había buscado a Sophie para desahogarme, no la había encontrado.

—¿Debería? —pregunté retándolo.

—No sabría qué decir, Isabella. Solo le pedí algo de tiempo para aclarar mis pensamientos.

—Y yo se lo he concedido.

—Pero no parece estar totalmente de acuerdo con mi petición.

—No sé por qué dice eso —contesté, desinteresada.

Me encogí de hombros y aparté mi mirada para mirar mis uñas. Alcancé a oírle reír y levanté la cabeza para observar su perfecto semblante. Aquella sonrisa y aquel sonido tan embriagador me enloquecían, pero no quería ablandarme, así que alcé una ceja en desaprobación a su actitud.

—Reconozco que cada día descubro una nueva faceta suya y no deja de sorprenderme con cada una de ellas.

—Me complace poder satisfacer sus ansias de conocimiento —contesté.

Matthew tomó mis manos entre las suyas y me hizo posar mis ojos sobre los suyos. Su expresión reflejaba armoniosa tranquilidad, la cual intentaba transmitirme con aquel gesto.

—Ambos tenemos cosas que pensar y recapacitar, no quisiera que ninguno de los dos se adelantara por un impulso y se arrepintiera más adelante, así que démonos unos días para analizarlo todo y tomar una decisión, ¿de acuerdo? —me habló como si explicase a un niño pequeño que no debía cometer travesuras.

Mi respuesta fue un largo suspiro de asentimiento. Le comprendía, claro que lo hacía, pero a su vez tenía miedo de que todo lo que habíamos vivido quedase reducido a nada por nuestra diferencia de condiciones. Tras haberme convencido al fin a mí misma de mis sentimientos, no estaba dispuesta a rendirme. Conocía los obstáculos que nos separaban, pero había tomado la decisión de superarlos todos y cada uno de ellos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.